«Ahora sí eres dueño de la tierra»
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El plano en contrapicada de la foto de Fidel, en el instante justo en que su firma concede fuerza de ley y de promesa cumplida a la cuestión de la tierra repartida, tiene la carga simbólica que lleva todo parteaguas de la historia.
Como tal, es probable que muy pocos, dentro del imaginario revolucionario cubano, hayan pensado en otra cosa significativa que pasara cerca de aquella mesa en que el 17 de mayo de 1959 el Comandante en Jefe rubricara en La Plata la primera Ley de Reforma Agraria.
Los momentos míticos tienen esa cualidad, de hacer pensar que el tiempo y todo movimiento alrededor se detienen en virtud del hecho memorable.
Sin embargo, quien visite lo que en la última etapa de la guerra fuera la Comandancia General habrá notado que las dimensiones de los locales allí no podrían albergar el entusiasmo de demasiados testigos directos, como para provocar la paralización épica del tiempo.
Es sabido que la mayoría de los rostros asombrados, los gestos agradecidos, los abrazos profundos y hasta las lágrimas de mucha gente conmovida tuvieron lugar cuando empezaron en masa a recibir en las manos los títulos de legítima propiedad sobre la tierra que trabajaban, como consecuencia, eso sí, de la rúbrica trascendental que hiciera del 17 de mayo de 1959 una fecha legendaria.
CURIOSIDAD Y AVENTURA
Entre los campesinos que coparon ese día las muy pocas mesetas de La Plata –que por irregular e intrincada se escogió Comandancia– bastaban los testimonios sufridos de dolor, abusos, desalojos y vidas arrancadas por la dictadura batistiana, como para refrendar masivamente la ley revolucionaria que allí nacería.
No obstante, muy pocos tenían bien claro lo que acontecía en detalles y, aunque el comentario era general, la curiosidad y el entusiasmo de ver con ojos propios al líder barbudo movilizó hacia el abrupto paraje a buena parte de los guajiros presentes.
Juan y Elide, tío y sobrino, ambos con apellido De la Paz, se sumarían a la concentración sobre la media mañana de ese día. Con 25 años el primero y 23 el segundo, habían llegado montados hasta El Cristo en la jornada anterior, y al amanecer del 17 «arrequintaron» a pie para La Plata, adonde entraron por la vertiente guapa que sube por el hospitalito, contrario al sendero convencional de hoy.
«Ciertamente, periodista, fuimos más por la curiosidad y la aventura», relata Elide.
«Juan trabajaba la tierra del padre, abuelo mío, y yo desde los 15 laboraba una caballería de café que mi mamá compró con la venta de unos mulos al morir papá. Claro, ninguno tenía un papel que nos nombrara dueños legales. Todo era de palabra, y por eso era tan fácil para los poderosos antojados sacar a la gente de las parcelas. Si alguien se les resistía, pues pagaban a los rurales (guardia rural) por un buen plan de machete y pa' fuera...
«Aunque sabíamos de historias feas, nosotros no llegamos a sufrirlas en carne propia. Quizá por eso ignorábamos más el significado verdadero de la ley, del reconomiento del derecho a ser dueños del conuco nuestro».
«Pero como quiera fuimos –cuenta Juan–. Entendimos mejor el asunto cuando llegamos, por el comentario de los compadres, aunque teníamos casi toda la atención puesta en aquel gallego grande, recostado en un camastro, con los pies levantados sobre algo, hablando y gesticulando bastante. No supimos si ya se había firmado la ley, o estaba por firmarse, la verdad».
«Cuando pudimos estar más cerca, le oímos hablar de los montes que se alzaban alrededor, que no podían tumbarse, que se sembraría mucho cítrico allí», recuerda Elide.
«Allí no demoramos mucho, para no regresar de noche, y porque el hambre apretaba. Fíjese que de momento se apareció un arriero de Vegas de Jibacoa, cargado de pan, y la mercancía no le duró. Le cayó un abejero arriba que lo limpió enseguida», ríe Juan.
LA FIRMA JUNTO A SU NOMBRE
Pocos meses después, en Guayabal de Nagua, Elide volvió a escuchar a Fidel sobre el tema de la tierra, de cómo sería el proceso, que la ley firmada en La Plata jamás sería letra muerta. Muy poco pasó para que a su finquita de Los Lirios de Nagua llegaran los tasadores.
«César Ochoa se llamaba el jefe. Se hizo muy buen amigo mío. Deslindó mis tierras y las de casi todos por allí. Fue un proceso muy serio. Al cabo del tiempo recibí el papel que, de tan solo mirar, me hizo entender todo el significado real del día en La Plata.
«Nunca había visto mi nombre en letras grandes, llamándome propietario de una caballería y 29 centésimas de otra. Abajo estaba un sello negro y rojo, y la firma larga y segura del mismo hombre que aprobó la ley donde yo estuve».
Elide dice que por algo que no sabe explicar, sintió entonces un apego mayor a su pedazo de tierra, a ese que llama «la escuela de mi vida».
Pocas horas antes del aniversario 60 de la firma en La Plata, Elide acompañó a Granma a visitar a Félix Pérez. No lo conocía, pero se estremeció ante la vitalidad de aquel enjuto campesino de cien años, que en medio del cafetal «bien parío», atendido todavía por sus manos, le sacó un legajo parecido al suyo.
«Yo no estuve en La Plata, pero este me lo dio Fidel personalmente, un año después. Desde la guerra sabía que yo trabajaba en parcela de ricos, allá en la Sierra, y cuando me lo entregó me lo dijo clarito: “Toma, Félix, ahora sí eres dueño de la tierra”».
Conmovido al escucharlo, Elide le habló del título suyo, igual a ese, y del amor que le tiene a su estancia de Los Lirios. Que hoy, cuando ya no vive en ella por cuestiones familiares, regresa constantemente. Que tiene allí a un sobrino muy trabajador y de confianza que la mantiene productiva y bien cuidada.
Que quiso –le contó– ponerla a nombre de él, porque ahora es quien la trabaja y, en vez de molestarse ante la negativa que tuvo, le dio un salto de orgullo adentro del pecho cuando le dijeron de modo concluyente:
«Esa tierra es suya hasta que usted se muera».
«Vaya, qué verdad más hermosa –dijo Elide–. Yo estuve ahí cuando se hizo realidad».