¡Yo también quería ser esa niña!
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No llegaba siquiera a la parte superior del ventanal del balcón cuando me arrimé a él con decisión, para no perderme detalle alguno de lo que acontecía y alborotaba las calles vueltabajeras.
La algarabía proveniente de la avenida paralizó las actividades hogareñas. Mi abuela, ya en un puesto privilegiado tras la ventana, me había llamado con insistencia: Fidel y Chávez hacían un recorrido por Pinar del Río y todo el pueblo los seguía, los saludaba. En esa oportunidad solo pude ver su gorra verde olivo, inconfundible.
Años más tarde, mientras cursaba el noveno grado, participé en el Congreso pioneril de mi provincia con el afán de llegar hasta el evento nacional y allí contarle, a él, cómo el Palacio de Pioneros del más occidental territorio cubano seguía los pasos de aquel que en 1979 fundase con el afán de que fuese un centro de formación para las más jóvenes generaciones. No, no participé en el encuentro en la capital habanera, tampoco lo pude ver.
Supe de cada una de las veces que fue a mi tierra pinareña porque los fenómenos hidrometeorológicos nos afectaban sin compasión. Estaba allí, a unos pasos de mi casa, y yo jamás lo vi. ¿Cómo iba a conseguirlo si él no permanecía tranquilo?
No estaba en La Habana cuando Raúl dio la noticia aquella noche del 25 de noviembre de 2016. Era un viernes, lo recuerdo bien. Por unos instantes el tiempo se detuvo, lo detuvimos los cubanos para no creer lo que parecía imposible.
Le dije adiós. Logré llegar a la Plaza de la Revolución para gritar a todo pulmón ¡Yo soy Fidel!, y cantar con los jóvenes para celebrar su presencia y no su partida.
Durante muchos años viví con la insatisfacción de no haber podido conocer a ese hombre de carne y hueso, que transformó la vida de una islita devastada para luego caminar por las calles junto a su pueblo; a quien los jóvenes le hablaban de sus inquietudes en su organización y la sociedad, como si se tratase de un pionero más, a ese al que vi cómo una niña le acariciaba la barba y Elián le sonreía agradecido. ¡Yo también quería ser esa niña!
Pero su nombre me suena familiar, a hogar, a mío, a nuestro. Su presencia la siento todo el tiempo, como si los 8 de octubre fuesen sus manos las que le colocasen la pañoleta a cada pionero, las que tomasen del brazo a los pequeños que hoy se inyectan en los estudios de candidatos vacunales cubanos contra la terrible COVID-19.
Fidel está en cada entrenamiento de los jóvenes deportistas y en los ensayos en las escuelas de arte. Fidel está junto a aquellos niños que viven en los barrios más desfavorecidos de nuestra geografía, pero que tienen en su mochila un lápiz, una libreta y un libro sobre Martí.
No le di la mano como quería. No lo sentiré modular la voz ni emocionarse al hablarle al pueblo, ni exaltarse al defenderlo. Será esa entrevista que duele allá, donde la vida nos golpea con más fuerza, que no pude hacer, pero que no necesita respuestas porque me basta con mirar a mi Cuba para ver cómo todos le ponemos corazón a la obra que Fidel fundó.