Tengo la palabra
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Cuando el 22 de agosto de 1961 se fundó la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), comenzaba a dibujarse el verdadero rostro de las transformaciones socioculturales que darían un vuelco total al status quo sufrido secularmente por generaciones de cubanos.
Las transformaciones fueron calificadas por los intelectuales como una verdadera revolución dentro de otra, y que ya Fidel había anunciado, en Palabras a los intelectuales, en junio de ese mismo año –sin tiempo todavía de sacudirse el polvo y el humo de la metralla en Playa Girón–, cuando en las conclusiones de aquella magna reunión les avisara: «Ustedes van a constituir pronto la asociación de artistas, van a concurrir a un congreso», y desde ese mismo instante convocó a librar una ofensiva sin precedentes contra los males de la sociedad prerrevolucionaria, que ninguneaban el espíritu creador del pueblo. «Vamos a librar una guerra contra la incultura. Vamos a librar una batalla contra la incultura. Vamos a desatar una irreconciliable querella contra la incultura y vamos a batirnos contra ella y vamos a ensayar nuestras armas», dijo pluralizando ese llamado que la joven revolución hacía a sus creadores honestos, dispuestos a sacrificarlo todo en favor de la educación de las clases más humildes.
Aquella reunión histórica, celebrada en la Biblioteca Nacional José Martí, constituyó el preámbulo de lo que estaría por venir en materia de arte y literatura. Mientras allí se trazaba, diálogo abierto y productivo mediante, la política cultural de Cuba, en los lugares más insondables de la Isla se libraba la colosal batalla contra el analfabetismo, el oscurantismo y el mito del fatalismo geográfico. El hecho de que, en el transcurso de un año apenas, el pueblo descubriese la magia de la lectura y, con ella, la fuente de todas las creencias, de todos los saberes, habría de salvar a la Revolución para la posteridad.
Y fue tan poderosa la admiración de los cubanos, formados en el placer de servir y en la ética del ser, que las aspiraciones –descosidas por centurias–, de pronto hallaron acomodo real en el humanismo de una revolución, llegada a través de un pensamiento fraguado en la verdad y en el altruismo. Fueron esos años, en los cuales las aspiraciones sobrepasaban los recursos reales para lograr los propósitos del joven Gobierno revolucionario en materia de cultura, que germinaron la Industria Cinematográfica, la Escuela de Ballet, la Escuela Nacional de Arte, el Instituto Cubano del Libro; se nacionalizó la imprenta; se multiplicaron, a todo lo largo y ancho del archipiélago, las bibliotecas, las casas de cultura, las salas de cine; se fortaleció la programación radial y televisiva en favor del entretenimiento y de la educación de una sociedad cada vez más inclusiva.
Como nunca antes, los hijos de los obreros y de los campesinos encontraron espacios para la (re)creación. El arte y la literatura habían dejado de ser privilegio de unos pocos para constituir un derecho de todo el pueblo. La Revolución comenzaba a construir un país con el apoyo de su gente laboriosa, educada y de alta sensibilidad espiritual.
En sus 60 años de fundada, la Uneac continuará dialogando no solo con los escritores y artistas que tienen sus espacios en los grandes centros de la cultura, por lo que se debe continuar descentralizando los más grandes acontecimientos artísticos y literarios y llegar, con ese debate abierto, revolucionario, hasta los más humildes espacios en los municipios y en las comunidades, por distantes que, geográficamente, puedan parecer. Es el derecho a participar en ese diálogo al que estamos convocando para continuar construyendo el país, junto a su Revolución.
Fidel concluyó en aquella reunión: «¡Teman a otros jueces muchos más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras...!». Sigamos dialogando, pues. Yo, con el uso que le diera Whitman al pronombre, también tengo la palabra en esta batalla incesante por la verdad.