La niebla de Girón
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I
Sobre todo, en invierno, cuando la humedad de las lagunas y el mar se une con el frío, en la Ciénaga de Zapata, al sur de Matanzas, la niebla puede convertirse en la dueña y señora del lugar. Es una niebla que al amanecer puede sentirse espesa, casi impenetrable; pero en otras ocasiones se convierte en una delgada cortina de un color grisáceo, que uno la ve deslizarse en silencio por los árboles del bosque. Entre el 17 y el 19 de abril de 1961 una niebla así —fuerte, densa y picante— se adueñó por completo de la Ciénaga. No venía ni del cielo ni del bosque. Era una niebla de humo y pólvora. Era una niebla de muerte.
II
En 1961 el hoy premio nacional de Literatura Eduardo Heras León (El Chino Heras), era un teniente de milicias, flaquito, segundo jefe de una batería de morteros de 120 milímetros ubicada en la base Baracoa, al oeste de La Habana. El 17 de abril, cuando parecía que se iban a la guerra, el Chino se acercó al teniente Dionisio González, un veterano de la Guerra Civil Española. «¿Dónde es la cosa?», preguntó y Dionisio respondió: «Por un lugar en Matanzas. Creo que le dicen Playa Girón».
La noche los cogió por el camino y cuando llegaron a Jagüey Grande, el pueblo estaba a oscuras. La caravana avanzó a paso lento por la calle principal. Aquello parecía un lugar fantasma, nadie caminaba por las calles y las casas estaban cerradas. No se oía nada, solo el ruido de los camiones.
En eso vieron una lucecita, que parpadeaba. Se movía hacia arriba y hacia abajo en un portal. Alguien cuchicheó: «¿Qué es eso?». Otro dijo: «Esperen, vamos a ver». Los portales fueron pasando lentamente, a espaldas de los milicianos, como si fuera una película, hasta que la vieron. Era una viejecita menuda y vestida con ropas de dormir. Estaba parada en la puerta de su casa y nos decía adiós sin decir una palabra y con un pañuelo y un farol en la mano. Entonces apareció. Nadie sabe por dónde ni quién lo empezó. El caso es que era un canto grave, pero muy íntimo. Comenzó a escucharse como un susurro en los camiones. El Chino puso atención y cuando cayó en la cuenta, él también cantaba. Era el Himno Nacional.
III
A mediados de los 90, el general Enrique Carreras presentó su libro de memorias Por el dominio del aire: Memorias de un piloto de combate (1943-1988) en la sede nacional de la Unión de Periodistas de Cuba. Por supuesto, allí se hablaba de Playa Girón y Carreras sentado en una butaca inmensa y con las piernas cruzadas conversaba con los invitados. De pronto se recordó que el general había sido el piloto que averió al buque Houston, uno de los buques de transporte más grandes que venía en la invasión.
Alguien dijo que para hacer eso no se podía tener miedo.
Carreras se asombró: «¿Y quién dijo que yo no tenía miedo? Eso no es verdad». Ahí empezó a contar el combate. Dijo cómo le entró al barco en un avión Sea Fury, intentando poner el sol a sus espaldas; pero sobre todo, con palabras muy precisas, contó cómo las balas trazadoras pasaban a su alrededor como si cada una fuera un chorro de fuego.
«Es imposible no sentir miedo en una situación así —dijo—. Es más, escuchen bien, la valentía no puede existir sin el temor. Uno conduce a la otra. Sin el miedo, el valor es otra cosa; porque la verdadera valentía es el dominio del miedo».
IV
La victoria, antes de conocerse, se presintió. En el central Australia, a diferencia de otros días, el cañoneo se sentía lejos y en medio de los batallones había una sensación de que el final había llegado. El júbilo aparecía de las noticias que llegaban del frente y se desbordó cuando aparecieron unas máquinas a toda carrera. «¡Ganamos, ganamos!», gritaban los milicianos. Sin importar la velocidad del auto, Fidel sacó la mitad del cuerpo por la ventanilla, abrió los brazos y gritó: «¡Los descojonamos!».
V
Al terminar los combates, Eduardo Heras y su hermano Nelson enviaron un telegrama de cinco palabras a su madre: «Vencimos. Estamos bien. Tus hijos». Otros no tuvieron esa suerte. Cuando los sobrevivientes del Batallón de Responsables de Milicias llegaron a sus cuarteles en Matanzas empezaron a descubrir unas camas vacías y perfectamente tendidas, tal y como se dejaron al salir para la guerra. Eran las camas de los muertos.
VI
El Batallón había luchado a todo lo largo de la carretera hacia Playa Larga y en el ataque nocturno al poblado. Rogelio Francia Recio miró las camas y enseguida sintió algo extraño en el cuerpo. No era una sensación desconocida. La había sentido por primera vez en el pueblito de Pálpite, cuando los formaron al regreso para hacer el recuento de bajas, después del combate nocturno.
Afinó el oído para saber si tenía algún conocido entre los muertos. Un teniente se paró ante la formación con el listado en mano. «El uno», llamó. «Aquí», respondieron. «El cinco». «Aquí». «11». «Está herido, se lo llevaron por la noche». «25». «A ese le trozaron las piernas, teniente». «Bien. El 50». Y se hizo el silencio. El oficial revisó la formación. «¿El 50 no está aquí?». Un miliciano se decidió: «No está aquí, teniente. Lo volaron anoche de un bazucaso». El conteo siguió su ritmo. «El 190». «Está muerto». «195». «Aquí». «Cuatro-quince». Y Francia se estiró. Era el de Raudilio Fleitas. Enseguida lo recordó en el comedor de la Escuela. «Oye, Francia estate quieto. No te fajes». Había intercedido para evitar una pelea con otro compañero. «Déjame, a ver si este de verdad me tira la jarra. ¡Dale, tírala!». «Oye, quédate quieto. ¿Tú no ves que te van a botar?». Francia miró al frente, hacia los techos de guano.
El oficial volvió a revisar el listado: «¿El Cuatro-quince no está aquí?». Un soldado sacó el cuerpo. «Raudilio no está, teniente. Lo mataron los aviones aquí mismo, cuando el bombardeo». Francia se mantuvo en silencio.
«El Cuatro-cuarenta y cuatro». Era el número de Orlando García García. Orlando era un mulatico de buen carácter y con una sonrisa incansable en el rostro. La última vez que habló con él fue antes de comenzar el combate. «Oye, Francia, ya tú sabes... —juntaba los dedos de la mano y los frotaba con malicia—, cuando salga de aquí... Directo a ver a la novia». Francia se rió. «¿Y tú todavía te acuerdas?» La tropa entera estalló en una carcajada. «Ay, este Francia», dijo Orlando y le tiró el brazo por encima de los hombros. «El Cuatro-cuarenta y cuatro, ¿dónde está?». El silencio regresó y solo se escuchó el silbido del viento, igual que el día en que se terminó el ataque de los aviones. «¿Nadie sabe dónde está el Cuatro-cuarenta y cuatro?».
Un miliciano dijo: «Él no está teniente». El oficial hizo una marca en los papeles. «¿Qué le pasó?». Francia se viró para observar mejor. «En medio de la noche cayó en la trinchera de los mercenarios antes de comenzar el combate», contó el hombre. «Lo único que oímos fue cómo le enterraban los cuchillos, y él gritaba llamando para que lo vinieran a salvar». Francia bajó la vista. Al lado de su litera, abajo, había una cama vacía. Era la del Cuatro-cuarenta y cuatro.
Girón, un volcán de victoria
El yanqui calculaba fríamente:
«Cuba, pequeño verde en las Antillas,
se rendirá más dócil que una oveja inocente,
bajo el crimen pagado de sangrientas pandillas».
La buscó por el mapa, la vio como una flor,
y se dijo: «Esta flor, esta luciente gota,
cabe perfectamente bajo una sola bota,
una bota yanqui calzando al invasor».
Y así, con optimismo equivocado,
pandillas mercenarias violaron el sagrado
territorio de Cuba, por Playa Girón.
Se lanzaron, confiadas, sobre el verde caimán
Y vieron, con asombro, que en cada corazón
de esta gota geográfica, reventaba un volcán.
Estupefactos, vieron que esta isla pequeña
se alargaba, crecía,
que el astro soberano de su enseña
alumbraba una extensa geografía.
Y temblaron, temblaron con miedo profundo.
Cuba no era una isla: era América, el mundo…
Era Lázaro Cárdenas, gloriosamente fiel
al pueblo mexicano,
tendiéndole la mano
al pueblo combatiente de Fidel.
Abierta al invasor, pero en forma de tumba,
era toda la entraña de América Latina,
era toda la Europa obrera y campesina,
el África pujante de Patricio Lumumba,
el Asia que amanece con China.
Cuba no es una isla en el mar:
Cuba no es una isla… es América, el mundo.
Es la semilla nueva sobre el surco fecundo…
Es una tempestad de milicianos
que aplasta a los traidores y al dólar imperial.
¡Es un pueblo resuelto,
que lleva entre sus manos
una terrible bomba de hidrógeno moral!
(Poema de Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí,
escrito el 19 de abril de 1961)