De El Salto a Jobo Rosado
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El Comandante en Jefe Fidel Castro nos había reunido. Estuvieron presentes Camilo, el Che y los que iban a ser jefes de grupos en la operación que se acercaba. Después de la orden del Comandante en Jefe a Camilo, salimos de El Salto, Sierra Maestra, el 21 de agosto de 1958. El día siguiente nos reunimos en Providencia, donde Camilo nos informó sobre la misión que se nos había encomendado consistente en realizar la invasión hasta Pinar del Río. Nos habló de que la tarea sería dura y difícil; terminó con estas palabras: «Hasta allí tenemos que llegar, aunque sea uno solo de nosotros».
Formábamos la Columna no. 2 ochenta y dos compañeros, bajo el mando de nuestro inolvidable Camilo. La comandancia la formaban él, Sergio del Valle, William Gálvez, Aroldo Cantalló [Harold Cantallops], Pablo Cabrera, Nené López y Roberto Sánchez Barthelemy, Lawton. El resto de los hombres formábamos tres pelotones: el de la vanguardia, bajo la responsabilidad del capitán Orestes Guerra; el segundo, mandado por el capitán Antonio Sánchez Díaz, Pinares; y el tercero, a cargo del teniente Walfrido Pérez.
En Providencia llegaron los primeros informes de los movimientos del enemigo, que trataba de impedir por todos los medios nuestra salida. Los proyectiles de sus cañones y tanques caían cerca de nuestro campamento y, según informes, en gran número, superior al de nosotros, trataban de bloquearnos. Ante estas circunstancias, Camilo dispuso la salida a las seis de la mañana del 22. Con algunas breves paradas llegamos al Dorado, donde almorzamos. Esa noche reanudamos la marcha. Cuando alcanzamos la carretera Bayamo-Manzanillo e íbamos a atravesarla por el cruce de Peralejo, tuvimos que tirarnos rápidamente en las cunetas de la vía, pues se acercaban tres tanquetas enemigas que patrullaban el lugar por los informes que recibieron de que nosotros pasaríamos por allí.
El mulo que llevaba el parque y que montaba un compañero se quedó con el comandante Cristino Naranjo en el llano, resbaló y cayó en medio de la carretera. La luz de los reflectores de las tanquetas casi lo alumbraron. Camilo corrió hacia el lugar, ayudó al compañero a recoger el parque y haló al animal hacia la cuneta. Este incidente no tuvo fatales consecuencias.
Siguiendo el camino llegamos a las cercanías del central Mabay, donde acampamos. Allí conseguimos unos camiones en los que nos trasladamos hasta los montes de Cauto el Paso. Estuvimos en este lugar seis o siete días en espera de uniformes, botas y mochilas que llegaron al fi n. La espera que impacientaba estuvo más desconcertada por el paso de un ciclón que azotó la zona con sus vientos y provocó el desbordamiento de los ríos. A esto se unía la noticia de que el ejército estaba acampado en la Mil Nueve ante lo que tuvimos que desviar la ruta de la columna, pues no era prudente entablar combate, ya que por cuestiones tácticas de la misión, a nuestro paso combatiríamos cuando no hubiera otra salida.
Por la nueva ruta, pasamos ríos crecidos hasta alcanzar el municipio Victoria de las Tunas. Hicimos escala en un lugar conocido por la Concepción, tuvimos tiempo de almorzar y reunimos con el Che, quien se quedó allí con su columna.
Seguimos hasta El Cenizo, en la costa sur de Camagüey, donde esperamos al Che. Aquí dejamos nuestra caballería y seguimos a pie hasta más adelante que tomamos unos camiones.
Cerca del entronque del central Francisco, cuando nuestra vanguardia exploraba la zona en misión de reconocimiento, pasó un tren y sonó el silbato de la máquina: el maquinista avisaba, no sabemos si a nosotros o al enemigo. Lo cierto fue que nos topamos con una patrulla enemiga a la que tiroteamos y obligamos a retroceder.
Continuamos la marcha, haciendo varias escalas, hasta llegar a los montes de La Federal; luego mandamos de regreso los camiones. En este punto tuvimos noticias de que el ejército se aproximaba por lo que tomamos posiciones. Cuando partimos, al tomar la ruta del terraplén, retuvimos a un campesino para obtener alguna información. Nos dijo que el ejército había pasado por allí, pero que ya no se encontraba en la zona. Seguimos hasta llegar a un puente, al que primeramente revisamos para no recibir alguna sorpresa por parte de los guardias.
Camilo dispuso que la distancia entre hombres, durante la marcha, fuera en vez de diez metros, de veinte, como medida de seguridad para la columna. Empezamos a confiarnos por la relativa calma que encontrábamos… pero cuando el compañero Alejandro Oñate, Cantinflas, quien marchaba con nosotros en la vanguardia, conversaba conmigo con un brazo echado sobre mis hombros, nos sorprendió el sonido de una fuerte explosión y ráfagas rasantes de ametralladora. Los guardias nos habían preparado una emboscada.
En el despliegue y la búsqueda de posiciones que nos sirvieran de refugio, nuestra vanguardia quedó dividida del resto de la columna por varios minutos. Camilo, como siempre, en todas las situaciones difíciles, con sus órdenes rápidas sobrepuso el ánimo de los hombres a la sorpresa. Primero ordenó: «¡Todos al suelo!», y dio a la vanguardia la misión de atacar por el frente y flanco izquierdo enemigo. En breve tiempo la decisión de nuestro jefe imponía al enemigo las condiciones de combate que queríamos.
Walfrido Pérez, al frente de su pelotón, se situó en una posición que batía el fuego del enemigo. Su ayudante, el compañero Francisco la Paz, en un acto de arrojo, corrió delante de Walfrido. Este le gritó: «¡Apártate!», y La Paz continuó avanzando.
Los guardias, que perdieron la iniciativa tan pronto nos repusimos de la sorpresa, comenzaron a retirarse. La casa desde donde nos disparaban la dejaron abandonada. Después la registramos y encontramos dos charcos de sangre, señal de que habían tenido heridos. Nosotros no sufrimos bajas en ese encuentro.
Desviamos otra vez en esta ocasión la ruta que originalmente debíamos seguir, pues no teníamos prácticos que sirvieran de guía. Las dificultades se hacían mayores. Recuerdo que hicimos cuatro escalas antes de llegar al Río San Pedro, que estaba muy crecido; en el tramo donde estábamos no era posible atravesarlo, salvo a nado. Como muchos de la columna no sabían nadar, además, teníamos pesadas cargas, Camilo resolvió que improvisáramos unas balsas con troncos y ramas para pasar en ellas el parque, las armas y demás provisiones. Ordenó que primero pasaran dos compañeros con largos y gruesos alambres que ataríamos a las improvisadas balsas de lado de acá para irlas halando hacia el otro lado. Sujetados a estos alambres, fuimos pasando todos los hombres. Así atravesamos el río que estaba que metía miedo.
Camilo pensó acampar allí, pero primero mandó a Nené López, a Alcibiades, Alvi y a otro compañero a realizar una exploración de la zona. Se encontraron con varios soldados que andaban vestidos de civil, que se dieron a la fuga; los tirotearon y corrieron detrás para agarrarlos, pero aquellos eran jíbaros corriendo.
Nené regresó e informó a Camilo sobre lo ocurrido. Este ordenó tomar algunas medidas de seguridad y se hizo una comida que estimuló nuestros estómagos después de la empapada que nos dimos al atravesar el río. Salimos enseguida. Creíamos que íbamos a contar con un guía cuando un campesino se nos brindó espontáneamente como práctico, pero cogió miedo después, así que tuvimos que seguir a tientas y a locas por una zona que desconocíamos. Por ese motivo, antes de que llegáramos a la arrocera que pertenecía entonces al terrateniente Aguilera, tuvimos que hacer tres paradas para cerciorarnos del rumbo que llevábamos.
Por fin llegamos a la arrocera. Íbamos rumbo al batey. Llegamos a unos ranchos de carboneros. No había personas dentro. Llevábamos varios días sin comer, el alivio de nuestro hambre fue la carne asada, más bien cruda, de una yegua que sacrificamos.
No podíamos acampar, pues el ejército nos seguía de cerca y no teníamos la ventaja del terreno, más accesible a las tropas enemigas. En nuestra marcha, guiados por dos hombres que habíamos tomado como prácticos con el mulato a quien nosotros le pusimos Cara de Luna, fuimos a dar a casa de unos campesinos. Era de noche. Tocamos a la puerta y uno de ellos abrió. Cuando se dieron cuenta de que éramos rebeldes, uno que estaba dentro empezó a gritar histéricamente: «¡Ay, mi madre!». Hubo que taparle la boca con un pañuelo para que callara, pues el ejército estaba cerca y podía oírlo. Entonces lo detuvimos, pero en aquel momento, para sorpresa y a la vez emoción de todos nosotros, un niño de siete años de edad dijo con palabras que parecían ser dichas por un hombre digno: «Eres un cobarde. Si yo no fuera tan chiquito les sirviera de guía, porque ellos andan perdidos».
Dejamos al pequeño y a las mujeres y nos llevamos a los dos hombres. Pasamos cuatro días sin apenas ingerir un bocado, llegamos a unos montes. Cerca de allí había una casa y Camilo decidió visitarla. Salió a la puerta una señora, quien no contestó a nuestro saludo, sino que nos tiró la puerta. Insistimos y al presentarle al comandante Camilo Cienfuegos, dijo que no le interesaba conocerlo, que éramos unos bandidos. A mucha insistencia y dándole cien pesos nos vendió unos chivos pequeños y ocho libras de arroz.
Más tarde llegó el esposo de la mujer. Él se mostró receloso pero luego entró en confianza. Recuerdo que dijo: «Bueno, qué vamos a hacer...». Viendo que teníamos para comer lo que le habíamos comprado a la señora, nos dijo: «¿Por qué no matan una vaca?». Este campesino iba a ser más tarde práctico nuestro, para lo que se prestó espontáneamente.
Después de abandonar el lugar, tuvimos que pasar entre una emboscada que nos habían preparado los guardias, cerca de un ramal de la vía férrea. Pasamos tan cerca de ellos que seguramente «nos pudieron contar». Así llegamos, a través de emboscadas, burlándolas todas, a los montes de Baraguá. Amanecía. Habíamos evadido y penetrado las líneas enemigas. Indudablemente nos fue de gran utilidad el campesino esposo de la señora del relato. Él nos llevó ante un viejo de confianza, quien también se portó muy bien y nos dijo que el mayoral de la finca era chivato, que siempre andaba con los guardias. También nos informó que había llegado una gran cantidad de soldados al cuartel de Baraguá. Con la guía del viejo, seguimos. Por orden de Camilo acampamos en el monte después de tomar las medidas de precaución.
A eso de las cuatro de la tarde, cuando nos disponíamos a partir, Raúl Garlobo y Hugo del Río capturaron al mayoral de que teníamos tan mala referencia. Con él agarramos también a dos vestidos con ropa de paisano que venían siguiendo nuestro rastro. Cuando Camilo los interrogó supimos que uno era soldado y el otro el cabo Trujillo. Este último resultó a partir de ese momento el mejor práctico de todos los que tuvimos en la invasión; en la travesía se convirtió en un gran compañero que nos fue de gran utilidad, pues se sabía dónde el ejército había situado todas las emboscadas, cómo evadirlas y conocía palmo a palmo la extensa zona que nos faltaba por recorrer. Con Trujillo no tuvimos mayores problemas en la marcha. Este compañero es hoy teniente del Ejército
Rebelde2, grado que le impuso Camilo. Bien vale la pena mencionarlo.
En Baraguá Camilo trazó el rumbo de la columna en dirección norte. En un campo de caña, a unos quince metros de la carretera, la tropa se detuvo. Nuestro jefe ordenó afeitarse a Sergio del Valle para realizar una misión importante: ir vestido con ropa de civil a Ciego de Ávila donde debía recoger provisiones para la tropa y tener una entrevista con la dirección del Movimiento 26 de Julio en esa ciudad, con vistas a coordinar las acciones y establecer las formas de contacto periódico de nuestra columna con la organización urbana.
Del Valle informó a Camilo del resultado de su misión; este se indignó cuando supo acerca de la actuación de los dirigentes avileños y ordenó continuar la marcha bajo un torrencial aguacero que caía en aquel momento. Entonces el rumbo fue impreciso, un tanto zigzagueante, para evitar el choque con el ejército, el que según informes, iniciaría la persecución de forma organizada, al día siguiente.
Después de caminar tres kilómetros llegamos a una casa; para que nos recibieran nos hicimos pasar por soldados de la tiranía. El cabo Trujillo hizo muy bien su papel de jefe del grupo y los moradores del bohío no descubrieron la cosa hasta que vieron a Camilo. Entonces cayeron en un mutismo de espanto. Junto a la casa estaban parqueados unos camiones cargados con sacos de cemento. Bajamos la carga y rápidamente subimos a los vehículos que fueron transporte provisional de nuestra columna por poco tiempo.
Los caminos estaban intransitables por las pulgadas de lluvia. Tuvimos que hacer un alto en La Jacinta. En este lugar estuvimos desde horas tempranas hasta bien avanzada la tarde. Había una escuela; los niños recibieron la visita de los rebeldes con sorpresa y admiración. Pinares se improvisó como maestro y Camilo, aprovechando que trabajadores y vecinos del lugar iban llegando, los reunió a todos y les habló tanto a los chicos como a los mayores.
A la hora de partir los niños estaban tristes. Uno de ellos, quería venir con nosotros y lloraba porque le decíamos que tenía que quedarse. Aquel niño se llama Armando Alfonso. Algunos mayores se unieron a la columna y fueron inseparables compañeros nuestros en los días que siguieron.
Atravesamos la carretera que va de Morón a Ciego de Ávila, pasando cerca del lugar conocido por Ceballos. El paso por allí no encontró dificultades.
Tomamos por el camino de Cangalito, con la gasolina que quedaba en los tanques de los vehículos. Después de un trecho se atascaron los camiones y seguimos a pie. Atravesamos un campo de caña, oportunidad que aprovechó uno de los choferes para escapar e irle a avisar al ejército.
De Cangalito salimos rumbo a Las Villas, haciendo varias escalas hasta llegar a las inmediaciones de Florencia, allí contactamos con un individuo que creíamos compañero pero luego nos traicionó. Ese sujeto portaba un fusil Cracker y un revólver y tenía aspecto de vaquero. En Florencia acampamos un día completo para reanudar la marcha hasta la cueva de Los Indios, cerca del río Jatibonico.
Los vientos del ciclón nos azotaban tanto que tuvimos que permanecer dos días en el lugar. El Jatibonico estaba crecido, pero había que ganar tiempo y por aquel tramo, Boquerón. Se tiró una soga de orilla a orilla a la que nos sujetamos para pasar.
En la cueva de Los Indios habíamos tenido contacto con dos exploradores de la tropa de Félix Torres que nos sirvieron de prácticos hasta la finca de un señor que conocíamos por el nombre de Guerra. El hombre, algo desconfiado, dio a entender que no le interesaba la lucha revolucionaria cuando Camilo llegó a su casa para avisarle que ya estábamos en la zona. A insistencia de Camilo, quien sabía que Guerra colaboraba con las tropas rebeldes y era el hombre que podía informarnos el lugar exacto donde podíamos acampar, «sin peligro —dijo el hombre a regañadientes—. Ahí, al frente hay un monte. Ahí pueden quedarse».
Camilo ordenó que fuéramos hacia el lugar indicado, pues estaba seguro de que Guerra era de buena referencia.
Al otro día se apareció Guerra con abundante comida y mató un toro. Camilo quiso pagarle pero no aceptó. Después volvió al campamento acompañado esta vez por Félix Torres. «Comandante —dijo el combatiente del Partido Socialista— a mí también los muchachos me dicen comandante, pero desde este momento soy un soldado más y estoy a sus órdenes». Camilo contestó:
«No, tú sigues siendo comandante».
Después de comer, partimos con Félix hacia el campamento de Jobo Rosado, donde acampaba su tropa. Llegamos el mismo el día 7 de octubre de 1958. Los combatientes nos recibieron con mucho cariño y con chocolate.
Félix habló y explicó a los compañeros que desde ese momento estaban bajo las órdenes del comandante Camilo Cienfuegos y de los jefes de la Columna no. 2. Fuimos atendidos por los médicos y muchachos. Nos equipamos con todo lo que nos faltaba. No nos dejaban hacer postas; a los compañeros que venían enfermos les llevaban la comida a las hamacas y hasta les lavaban los pies con agua caliente. Desde aquel momento empezamos a matar hambre vieja de cerca de dos meses. Recuerdo que abundaba mucho el gofio. Incluso, con el estómago lleno, aún teníamos hambre en los ojos.
Después siguieron las visitas a los compañeros que estaban establecidos en la zona, las primeras escaramuzas y la campaña contra la tiranía. Habíamos llegado a Las Villas. Nuestro jefe había cumplido la primera parte de la misión de la Columna no. 2 Antonio Maceo.
1 Tomado de: Ejército Rebelde. El Alma de la Revolución, t.2 Otros frentes y columnas, pp. 147-155, Ed. Verde Olivo, colección Verde Olivo, La Habana, 1992.
2 Orestes Guerra relató estas anécdotas en 1963.