Más allá de donde nos permite el camino
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Fui a su lado en el carro hacia el Palacio de la Revolución y allá nos sentamos a conversar, uno frente al otro. Después de los primeros minutos me seguía impresionando la manera en que Fidel me examinaba cuidadosamente. Ya a esa altura, a esa mirada escrutadora se unían las preguntas en ráfagas: me lanzaba una y luego otra y otra... Todo le interesaba y hurgaba hasta en el más mínimo detalle.
Sobre el 4 de Febrero me preguntó cuántos hombres eran, para dónde se fueron, qué fusiles llevaban y por qué tenían un brazalete en el brazo derecho y otro en el izquierdo, y pregunta y pregunta y más preguntas, y yo me decía: «Dios, ¿para dónde va este hombre?».
Parecía que había agarrado una ametralladora y estaba dispuesto a coserme a preguntas, hasta un momento en que pasé a la ofensiva. Le pregunté cómo fue la muerte del Che, que qué me podía decir él de eso y creo que le comenté que esa inquietud la llevaba desde niño. Tenía 14 años cuando dieron la noticia por la radio de que al Che lo tenían rodeado en la selva de Bolivia. En Barinas, con total infantilismo, decíamos: «Bueno, ya Fidel le mandará unos helicópteros para rescatarlo».
Recuerdo que Fidel me hizo un dibujo de la Quebrada del Yuro y luego trajeron un mapa. Había estudiado muy bien la situación y conocía detalle por detalle el lugar, aunque nunca había estado allí.
Señaló el sitio exacto donde atraparon al Che y por dónde pudo haber escapado. Me dijo: «el Che, a conciencia, buscó al enemigo y salió a enfrentar la tropa del ejército boliviano». Me emocionó escucharlo. Envueltos en la historia, comenzamos a hablar de Bolívar, que era el tema que me había traído a Cuba. Me di cuenta de que cada vez que le comentaba algo, él le iba agregando otros elementos que demostraban que tenía una cultura histórica muy profunda, un conocimiento de erudito. Yo me preguntaba: «¿cómo es posible que sepa tanto?», y empecé un poco a probar fuerzas en la conversación.
«Ah, que la campaña de Guayana y la ofensiva de los republicanos, por tierra y por el río Orinoco», y él seguía el hilo: «sí, tú me hablas de la batalla de San Félix que ganó el General Manuel Piar, por la cual obtienen el territorio de la Guayana y no sé qué más... Entonces yo decía para mí mismo: «se las sabe todas, se las sabe todas»... Y volvía a la carga: «...después vino la batalla de Carabobo»... «¡Ah!», respondía él, «sí, la batalla de Carabobo, claro, se replegó el batallón, en orden, dando un ejemplo de disciplina...». Y una voz me decía por dentro: «esto no puede ser». Y yo seguía: «voy a cambiarle el personaje; no es posible que él conozca tanto a otros próceres venezolanos», y le hablé de Páez, de su campaña en los llanos, de que había sido un valiente guerrero, pero traicionó a Bolívar. También, que había aprendido a escribir de manera excelente... «Ah, Páez, claro, Páez», y se acordó de algo que escribió José Antonio Páez, un librito poco divulgado en Venezuela y prácticamente desconocido fuera de mi país, pero que ¡Fidel sí se lo había leído completo! Se trataba nada menos que de los comentarios de Páez a las Máximas de Napoleón sobre el arte de la guerra.
Hasta recordaba los principales conceptos: «claro —me dijo—, él planteaba la defensa en tres líneas. Primero, las costas; segundo, los grandes ríos —el Orinoco, por supuesto—, y tercero, la montaña, por si los españoles u otros europeos volvían a invadir a Venezuela».
Y es verdad, Páez planteó la defensa estratégica del país, por la línea caribeña, la línea de los ríos grandes del Orinoco, y por el Apure y la selva. Y añadió: «aquí nosotros lo estudiamos muy bien, porque en caso de una invasión asumiríamos una defensa similar...». Sin embargo, yo seguía porfiado y quería, a toda costa, encontrarle un lado vulnerable.
Cuando fracasé con Páez, intenté sorprenderlo con Zamora. «¡Ah!, el de la Guerra Federal y Santa Inés, la batalla de la defensa retrógrada. Aquí la estudiamos también». Yo no quería rendirme y saqué una carta difícil de pasar: le hablaría de mi bisabuelo.
«Ah, sí, Maisanta...», y empezó a contarme al detalle su historia. Ahí sí dije: «¡me rindo, me rindo!... No intento más nada. Este hombre es invencible». Y me rendí. En algún momento él, amablemente, nos preguntó si estábamos cansados. Y yo: «¡qué va! No se preocupe. Nosotros no vinimos a dormir», y seguimos conversando hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Perdí la noción de la hora.
Sin duda estaba descubriendo fascinado a un hombre cuyo pensamiento cabalgaba junto al tiempo y más allá. Descubrí también a un extraordinario político de la izquierda revolucionaria que estaba muy lejos de ser un marxista dogmático. Recuerdo que me llevé la convicción de que en esa profundidad de pensamiento, estaban las razones de la crítica que le hacía cierta izquierda venezolana, rígida, encartonada, sin una sólida formación política, que por sus posiciones se había aliado a la derecha y allá también me hostigaba permanentemente.
Creo que hasta le conté una anécdota que me había hecho un amigo, militante de uno de esos grupos. Cuando él era estudiante en la universidad, participaba clandestinamente en algunas acciones y un día tomaron un pueblito del llano, en Guárico. Iba con una patrulla guerrillera, pero los agarraron a todos, menos a mi amigo que estaba realizando su misión, la cual consistía en pintar las paredes con un spray. Él era el responsable de la «propaganda», pues, por ser estudiante universitario. Los demás, sus jefes, a duras penas sabían leer y escribir. En medio de la toma del pueblito, el muchacho perdió su caballo y el contacto con sus compañeros. Tuvo que caminar hacia otro punto de reunión en no sé dónde, hasta encontrarse con el comandante de la patrulla, y le dijo:
«Bueno, yo estaba cumpliendo con mi tarea, mientras los otros atacaban al pueblo...». «¿Y usted qué es lo que pintaba tanto ahí, y por eso se retardó?». «Yo pintaba: ¡Viva Lenin!, ¡Viva Lenin!». Y seguía preguntando el jefe este: «¿Viva quién?» «¡Viva Lenin, Lenin!». El jefe se sorprendió: «¿Y quién es Lenin?».
Y antes de que el muchacho respondiera, el segundo jefe de la patrulla se le adelantó: «Déjalo quieto, chico, que ese Lenin es el jefe de Caracas...».
Es una anécdota, pero ilustra ese dogmatismo, esa falta de referente histórico de algunos «amigos». Fidel era todo lo contrario. En esa visita me impresionó la manera en que su proyección política se adaptaba a las nuevas circunstancias de América Latina, sin hacer concesiones de principios. Ese día me dijo —y luego lo repitió en el Aula Magna—: «Aquí a la lucha por la libertad, por la igualdad y la justicia la llamamos socialismo; si ustedes la llaman bolivarianismo, estoy de acuerdo», y agregó: «Si la llamaran cristianismo, también estoy de acuerdo».
Ya en esa primera reunión en Palacio, Fidel demostró su capacidad de ver más allá de los hombres de una época, más allá de donde nos permite el camino. Yo lo había percibido en la cárcel, durante mis lecturas de Un grano de maíz, y en La Habana lo confirmé. Tomás Borges le hizo a Fidel una pregunta similar a la que en 1824 le hizo Joaquín Mosquera a Bolívar. Cuentan que Mosquera, quien sería presidente de la Gran Colombia, fue a visitar al Libertador a una costa peruana. Allí estaba Bolívar en una choza a la orilla del mar, solo, no tenía ejército, estaba enfermo de tabardillo, pálido, huesudo, sentado en una silleta rota. Y le preguntó Mosquera cuando lo vio así: «Libertador, ¿qué vamos a hacer ahora?». Bolívar se puso de pie como impulsado por un rayo. Los ojos se le convirtieron en dos relámpagos: «¿Cómo que qué vamos a hacer ahora, Mosquera? ¡Triunfar! ¡Triunfaremos!».
Ante la pregunta de Borges —«cayó la Unión Soviética y cantan victoria en Washington, ¿y ahora qué será de Cuba?»—, Fidel reaccionó como Bolívar: «Vendrá una nueva oleada en América Latina, vendrá una nueva oleada». Solo él podía ver entonces hacia dónde íbamos y dónde estamos ahorita mismo. ¿Se dan cuenta?
(Fragmento tomado del libro El Encuentro, de Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez. En este relato Chávez narra su primera charla con Fidel el martes 13 de diciembre de 1994 en La Habana)