Convivir con ese extraño abrazo que nunca se dio
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No hay desmemoria posible 40 años después que 73 familias perdieran hijos, hermanos, padres, esposas…, a bordo de aquella aeronave cubana.
Martí Sánchez era supervisor de tráfico internacional; miembro de la tripulación del vuelo CU-455 de Cubana de Aviación, que estalló, aproximadamente 12 minutos después de haber despegado del Aeropuerto de Seawell, en Barbados, a causa de dos bombas alojadas en la nave.
Entonces Yamila tenía unos escasos cuatro años y no entendía palabras demasiado adultas, como conspiración, terrorismo, CIA, Estados Unidos.
En su mundo, a partir de ese día y por el tiempo que dura la inocencia pueril, esa en la que irse no es morir, su papá viviría en algún pedazo de cielo.
En la media noche del 6 de octubre de 1976 llega la fatal noticia a la casa materna de los Suárez. El cuñado de Martí ve el noticiero de esa hora y se inquieta, pero no alarma a Eloína, su esposa, hasta la madrugada. «Dime que no es verdad, dímelo», clama con desespero, con vehemencia, la madre.
Ningún padre acepta sobrevivir a su hijo, enterrarlo. Es demasiado dolor.
Martí era el penúltimo, en forma descendente, de una prole de ocho hijos. Todos varones, excepto Elo, la menor. Casi todos enrolados en el Ejército Rebelde, en la acción revolucionaria. Comenta Eloína con un orgullo que se le desborda por los ojos, que sus hermanos eran de la columna 6 de Efigenio Ameijeiras. «Ellos nacieron en la comunidad de la Ninfa, en lo último de Guantánamo».
Son los hijos de Inocencio e Irene, él un campesino y ella una doméstica de familias adineradas. Mi mamá, repuso Eloína, lavaba y planchaba en la casa de Angelito López, el ingeniero que construyó la Farola de Baracoa.
Un día, relató, antes del 59, alguien advirtió a los de la dictadura que mis hermanos andaban confabulados con los rebeldes y nos previnieron a tiempo para que saliéramos de la casa. Nos fuimos para el monte todos, por suerte, porque al rato llegaron los batistianos y balacearon el lugar.
La familia sentó sus raíces en Guantánamo. Allí nació otra generación: los hijos de los hijos. Cada víspera de año nuevo se celebraba alrededor de una mesa colonial, con 12 sillas. Martí era el hijo que llegaba, el único que vivía en La Habana, fuera de aquella comarca familiar, y alrededor de él giraba todo. «Era ocurrente, le gustaba bromear con mi mamá, se le tiraba en la cama y le hacía de todo, ningún otro hijo se atrevía a tanto. Se ponía una falda roja de tachones que yo tenía para confundirla y mami gritaba “Elo, negra, sal de ahí”».
«El puerco asado en púa, el congrí, la vianda, los turrones de coco; los muchachos se fajaban por el relleno del machito».
La muerte fue arrebatándoles espacios, miembros; cambió el sentido de lugares y cosas, penetró la negación en sus vidas, los vacíos, los desamparos: nunca más volvió a ser igual, dijo Elo. «Nunca, después de aquel día, volví a ver el noticiero de las 12, ni hubo fiestas de aquellas».
Martí no fue el único hijo que Irene Suárez enterró. Otros dos murieron antes que ella, pero las secuelas ya la habían absorbido como el hongo a la planta: demencia, ceguedad, postración ya habían hecho de ella un ser demasiado vulnerable, inconsciente.
Había nacido un 28 de enero, probablemente se hubiera llamado Tomás, por Santo Tomás de Aquino, siguiendo esa vieja tradición de las familias antiguas de husmear en el santoral católico para poner nombre a sus hijos, como ocurrió con sus hermanos Moisés y Miguel. Pero nació, justamente, el mismo día que uno de los más formidables y venerados cubanos.
Por eso Martí Sánchez Suárez, hasta que 30 años después, en textos y noticias que se publicaron a raíz del sabotaje, por desliz, se intercambiaron los apellidos.
Yamila dice que no recuerda muchas cosas. Aunque al hablar de su papá se muestra cómoda, segura, como si nadie supiera más de él que ella, como si hubiera hecho alguna especie de pacto con el tiempo, para que no entrara en ciertas gavetas de su memoria. Allí todo permanecía intacto.
«Lo único que recuerdo es que me llevaron adonde una vecina y desde la ventana vi un grupo de personas en mi casa, entre las que estaba mi tío Reynaldo, y pensé que ya mi papá estaba al llegar».
Creo que dos días después, prosiguió, vino Stuart, un compañero suyo, que había salido un día antes de Barbados y con el que había aprovechado para mandarme un radiecito y un reloj.
«Era muy pequeña y no sospechaba nada. Fue entonces, en la escuela donde Julio César, un amiguito, me dijo: tu papá cayó con la bomba del avión que explotaron».
Jamás vi a mi mamá llorar, advirtió, ni indicio de flaqueza en ella, al menos de una forma evidente.
Yamila proyecta seguridad, carácter. Habla nostálgica pero con desenfado del pasado, de la muerte, del dolor. Once años después, perdió también a su mamá, en un accidente automovilístico.
La orfandad joven, no devoró el espíritu optimista y emprendedor de esta mujer, sino devolvió a una más fuerte, de armas tomar: una muralla de principios claros. «Me abrí paso en la vida, sola; empecé limpiando pisos en el aeropuerto, en el mismo que trabajó mi papá, cosa que mucha gente cuestionó, pues sugerían que usara su nombre, su historia para un mejor empleo, pero me negué. Estudié gastronomía, inglés, informática, aspiraba a más y lo logré, pero como una más de la cola, sin preferencias».
Se le llenan los ojos de vida cuando habla de su padre, se le encandila el rostro.
Te voy a contar una historia que nadie sabe, o muy pocos, una que mucho tiempo después me revelaron a mí y al resto de la familia, dice, y Eloína asiente con la cabeza como autorizando la confesión.
«Mi papá en ese tiempo había pasado el curso de seguridad operacional, fue su primer viaje fuera del país y cumpliendo una nueva función: chequear el vuelo; él fue quien revisó el avión antes de salir de Barbados, pero no había entonces equipos y tecnologías para detectar bombas».
A ELLA NO LE TOCABA ESE VUELO
Guantánamo es, igualmente, el origen familiar de Magaly Grave de Peralta Ferrer, aeromoza también a bordo de vuelo CU-455. Una mujer que, por el relato de su vida, a los 33 años tenía un proyecto familiar y profesional cumplido. Pero con anhelos y expectativas, que fueron cortados de tajo.
El hijo mayor de Magaly tenía para esa fecha 12 años. No recuerda la última vez que habló con ella, tampoco otros detalles, mas en Roberto perdura evidente afectación cuando habla de su mamá: dolor, nostalgia, apego. Las palabras parecieran no acomodarse en el poco espacio que les dejan los sentimientos, todavía vivos, penetrantes.
Cuenta que a su mamá no le tocaba ese vuelo, sino otro que partía hacia Madrid y demoraba alrededor de nueve o diez días en regresar. En ese tiempo yo estaba en Catalina de Güines pasando la escuela al campo, relató, y ella hizo el cambio porque el vuelo de Barbados tenía un itinerario más corto que le permitiría estar a tiempo para la visita del fin de semana.
«Por lo general, mi tía Nilda, hermana mayor de mi mamá, se hacía cargo de mi hermano y de mí cada vez que ella tenía que ausentarse de casa por su trabajo, pero esta vez, mi primo de la misma edad que yo, estaba en otro campamento distante del mío y a mi tía se le hacía muy difícil ir de un lugar a otro cargando todo lo que nos llevaba.
«¿La noticia? Al principio no la creía. Pensaba que era incierto, que mi mamá estaba en la casa, y lo que hice fue buscarla por todos lados».
La negación en primer instante: era un adolescente al que, como el aire en las manos, se le diluía una parte suya, de su vida y su familia.
Tal vez como un intento desesperado de despejar el dolor, o quizá reflejo de un modelo educativo que fundaba sus bases, tanto a nivel social como familiar, en la más impecable disciplina y responsabilidad, a los pocos días se incorporó nuevamente al campamento. Dejó correr sosegadamente el tiempo, un tiempo que no cambió lo que llevaba dentro de sí, un tiempo que trajo desvelos, ausencia, impotencias, recuerdos.
«Lo que más recuerdo de mi mamá es que era una mujer exigente, pero muy buena. Eran tres hermanas y ella la del medio, no sé si eso estará conectado, pero representaba el equilibrio de aquella relación».
Robertico comenta que tampoco creció cerca de su papá. «Él era militar, y aquellos años estaban marcados por eventualidades que le reclamaban; te lo puedo decir con absoluta certeza porque yo también fui militar, esa es una carrera de mucho sacrificio y de inevitable distanciamiento de la familia».
El principal referente de él y Abel Santiago Álvarez, su hermano —reconoce— fue su tía Nilda y su esposo. Ellos asumieron la crianza de los dos hermanos, que junto a los hijos propios sumaban cuatro muchachos por encaminar en sus vidas. Pero ese monstruo, que significa educar y modelar hombres de bien, no amilanó al matrimonio.
La gratitud hacia los otros, por lo que logró, es un asomo de la buena madera con que está hecho este hombre y eso se percibe en las palabras más sencillas, incluso en la historia que escoge para contar: «Mi tía era una mujer de mano dura, pero no podía ser de otra manera para educar tres hombres y una mujer; recuerdo que nos enseñó muy bien a trabajar en equipo y a ganarnos lo que pedíamos. Siendo ya jóvenes, los sábados en la noche no salíamos de aquella casa, si antes no cooperábamos en la limpieza, ninguno quería limpiar el baño —sonríe— porque era la parte más difícil».
Su mamá siempre fue el recuerdo aliciente tras cualquier altercado o día intempestivo. A ella siempre volvió, a su recuerdo, a su imagen, a su ejemplo, cada vez que, por alguna razón perdió el rumbo en su vida: «En cierto momento me equivoqué. Todavía duele. Es mi deuda con ella…, y todo este tiempo he tratado de enmendarlo».