Luz de esperanza
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Como quien prende en el fondo del corazón una vela que no se apaga nunca, más bien se multiplica, esa “fuerza telúrica” —como lo llamó el Che— hilvanó con inteligencia profusa la certeza de que solo la educación conduciría al camino de la libertad. Y articuló en ello un pensamiento, una acción creadora, un sentido de la vida.
Decir que los atisbos de esa conciencia nacieron a muy temprana edad, con la admiración de Lina y Ángel ante las ganas de saberlo todo y el amor por los estudios; asegurar que esa eticidad se nutrió de Varela, Luz y Martí; dar fe de que la universidad fue el sitio donde cuajó la convicción tajante y definitiva de que la educación es “el arma más poderosa que tiene el hombre”, es apelar en apretada síntesis a un camino de búsqueda constante del conocimiento, y de la construcción de los cimientos que harían —y hacen— virtuoso a un país.
Desde entonces, asombro es la palabra que descubren quienes ponen su catalejo cada mañana en los más de 1 700 000 niños y adolescentes de la enseñanza general, pintados del uniforme blanco, rojo, azul, amarillo o carmelita. Es el calificativo para la nación que ostenta cerca de igual cifra de graduados universitarios, y que como principal demostración de que no arrastra sus asignaturas pendientes, perfecciona el actual sistema de enseñanza con la certidumbre de que, como dijera el “joven rebelde”, resulta indispensable someter a constantes análisis y críticas las instituciones educativas.
No lo soñó aquel 16 de octubre de 1953, cuando retumbaban en la sala de un juzgado los flagelos más aciagos de la época, mientras describió en su alegato de autodefensa La historia me absolverá, cómo asistían a “las escuelitas públicas del campo… descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar…”. Era solo una utopía mientras rescataba los cuarteles militares para convertirlos en escuelas, o cuando a un año de anunciar que Cuba libraría la batalla contra el analfabetismo, declaró el 22 de diciembre de 1961 que habían sido derrumbados cuatro siglos y medio de ignorancia, ante los alfabetizadores que respondieron en coro unánime: ¡dinos qué otra cosa tenemos que hacer!
Mucho faltaba para hacer cumplir los sueños del gigante, mas la llama estaba prendida. No bastó con que cartillas y faroles, testigos de un amplio movimiento social, terminaran por rasgar las vestiduras de la neocolonia; se necesitó librar la batalla por el sexto y noveno grados, crear una red de instituciones —desde los círculos infantiles y escuelas especiales, hasta universidades y centros para la investigación—, desarrollar la formación de maestros, el surgimiento de planes especiales de educación, insertar la computación y la televisión educativa, la universalización de la enseñanza, y una Batalla de Ideas que puso en el epicentro la elevación de la cultura y la superación de los jóvenes, por solo mencionar algunos ejemplos.
Cual padre que alecciona y guía dijo a sus hijos “lean”, en lugar de “crean”, seguro de que solo de sus conocimientos dependería el futuro de la familia grande. No faltaron consejos sobre la necesidad de buscar soluciones a los problemas de cada tiempo, confiar en la capacidad del resto para llevar adelante la que definiera como la “tarea más importante de una revolución”, educar en el amor por el trabajo, otorgar a la escuela y la familia el papel que le corresponde en la educación moral y la formación de una ética, y llevar la enseñanza a todos los rincones de Cuba y el mundo; desvelo de los miles de maestros cubanos que hoy se encuentran en más de 30 países del mundo.
Y disfrutó, como buen padre, esa tradición meridiana de sentarse a dialogar con sus hijos más jóvenes, quienes no olvidan cuando el 17 de noviembre del 2005, en el Aula Magna de la institución que lo devolvió marxista y revolucionario, fue a hablarles una vez más sobre el futuro de la nación. Se notaba el orgullo en sus ojos, como si hubiera calado hondo aquella lección suya: “...educar es preparar para la vida, comprenderla en sus esencias fundamentales de manera que la vida sea algo que para el hombre tenga siempre un sentido, sea un incesante motivo de esfuerzo, de lucha, de entusiasmo”.
Fue así como la vela prendida en el corazón de esta Isla llegó con la alborada de enero de 1959, iluminó después los rostros de miles de alfabetizados, y hoy se multiplica en las más de diez mil escuelas donde la educación cubana tiene un nombre: ¡y ese nombre es Fidel!