Fidel
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Sabíamos que, en cierta dimensión, era inmortal. Pero lo queríamos presente, aunque fuera a través de aquellas fotos fijas que nos llegaban cuando algún visitante que merecía su atención era recibido por quien, hasta el último momento, se preocupó por los problemas del mundo como nadie de nuestro tiempo era capaz de hacerlo.
El primer recuerdo cercano que conservo de él tuvo como escenario la playa de Varadero. Yo tendría siete años y recuerdo aquel círculo que lo rodeaba en el mar. Mi familia había coincidido en un Plan de la CTC con mi profesora de español Adolfina Navas, de la escuela primaria Arturo Montori.
Fidel se bañaba en el mar junto a su pueblo y la profesora le gritó que yo era la niña que había ganado el Concurso Nacional de Ortografía en aquel año, que bien pudo ser 1963 o 1964; mi memoria no me acompaña siempre con las fechas. Él me cargó en el agua y me preguntó qué me gustaría estudiar. Y creo que contesté que quería ser periodista, que es lo que quise ser siempre, desde mi infancia.
Durante mucho tiempo lo vi en la Plaza pronunciando sus interminables discursos. Recuerdo, entre todos, el que realizó con motivo del sabotaje al avión de Barbados en 1973.
Ya yo trabajaba en la agencia de noticias Prensa Latina y, con mis compañeros periodistas, había acudido a aquel acto con lágrimas en los ojos y encaramada encima de un árbol desde donde apenas podía distinguir su uniforme verde olivo y la barba legendaria que convirtió en un símbolo de su rebeldía y de la nuestra.
No podía imaginar entonces que conversaría de tú a tú con él en, por lo menos, cuatro o cinco ocasiones. Tengo fotografías que nunca muestro porque forman parte de mis recuerdos personales. Nunca he querido vanagloriarme ni romper esa corriente de subyugación con la que me convertí en una mujer tocada por la magia de su atención.
Él siempre supo decir las palabras adecuadas con que vencí mi timidez y sobrecogimiento ante su inmensa presencia, que borraba todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
Primero fue el diálogo durante la recepción que ofreció a los jurados y ganadores del Premio Casa de las Américas 1995.
Recuerdo que yo acababa de servirme mi plato del bufet y él dio un rodeo a través de aquella inmensa mesa para situarse justo frente a mí y preguntarme de qué trataba el libro con el que acababa de obtener el Premio de Cuento en los años más difíciles del Período Especial.
Le dije muchas cosas, acaso imprecisas, que él escuchó con interés. Al final de la velada, delante de todo el mundo, pronunció unas palabras que nunca olvidaré: “Escribamos un libro juntos. Porque con tu imaginación y mi experiencia podríamos ganar un Premio Nobel”.
Le respondí que era la imaginación lo que necesitábamos en aquellos años de soledad; sin el apoyo de la desintegrada Unión Soviética y con un bloqueo que permanece hasta hoy y no nos impide seguir viviendo con nuestras carencias.
Es verdad, me apoyó. “Necesitamos mucha imaginación porque no hay experiencias sobre lo que ocurre ahora en nuestro país”.
Quizá no fueron estas sus palabras textuales, pero aquel era el sentido o la interpretación que entonces les di.
Después, a finales también de los 90, escribí un cuento para el libro de la Editorial Capitán San Luis sobre el terrorismo de que ha sido víctima el pueblo cubano a lo largo de toda la historia de la Revolución: Cicatrices en la memoria.
Escribí el “Monólogo de Betina”, la hija de una diplomática que murió tratando de salvar a sus compañeros en un atentado realizado por terroristas de origen cubano, en nuestra Embajada en Portugal.
Él asistió a la presentación del libro, en la Feria Internacional de La Habana. Y a mí y al narrador Rogelio Riverón nos tocó decir unas palabras para la ocasión.
En ellas yo contaba mis aprehensiones sobre la “literatura por encargo” y cómo las había borrado cuando comprendí que bastaba identificarnos con el tema que se nos proponía, para escribir como si nosotros mismos hubiéramos decidido hacerlo por nuestra cuenta.
Cuando acabó la presentación, Fidel se me acercó de nuevo y me preguntó si sabía que el poema de Guillén sobre el Che había sido un encargo. Entonces comprendí que había seguido con detalle mi intervención y había estado reflexionando desde su asiento sobre la manera en que los escritores podían poner su talento al servicio de acontecimientos revolucionarios.
Asistí a muchos congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba donde lo vi sumergirse por entero y analizar cada una de las intervenciones de los delegados. Sin interrumpirlos nunca y siempre ofreciendo su opinión sobre los temas más peliagudos, reconociendo con humildad si por casualidad se había equivocado juzgando alguna obra cuyas referencias provenían de terceras personas, como ocurrió con la película Guantanamera, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.
En otras dos ocasiones, creo, fui invitada a cenas con él junto a otro grupo de escritores que habíamos participado en algún acto oficial.
En una de ellas establecimos un diálogo sobre la inteligencia. Yo le hablaba de algunas hipótesis científicas que conocía a través de mi hermana y mi cuñado (investigadores de neurociencias), y él demostró ser un conocedor del tema, mucho más allá de mis elementales y rudimentarios conocimientos.
Fidel ─y esto lo han dicho otras compañeras con las que he hablado sobre él— era un caballero en su trato con las mujeres. Les concedía la misma atención, o tal vez mayor, que la que concedía a los hombres.
Nunca había querido contar sobre estos encuentros cercanos. Los reservaba para mí como una memoria entrañable y privada. Pero ahora he sentido la necesidad de compartirlos no para ufanarme de haber compartido, quizá de una manera más personal y humana, con el hombre que cambió, simplemente existiendo, la mentalidad de muchos en su país y en el mundo, sino por una necesidad interna que no sé de dónde proviene ni a qué obedece en estos momentos de intenso dolor.
Sabíamos ─y aún sabemos— que Fidel es inmortal. Pero es triste pensar que ya nunca más contaremos con el hombre que hipnotizaba al pueblo y a los individuos.
Su paraíso no está en el cielo, sino en esta Isla en la que siempre seguiremos preguntándonos: Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel, que los imperialistas no pueden con él?