Fidel vuelve a nacer
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Sobre la ciudad cae una lluvia torrencial que nubla el paisaje. El auto avanza presuroso por las avenidas y apenas se distingue más allá del cristal de las ventanillas donde chasquean goterones intensos. Durante el trayecto, converso con los jóvenes escoltas sobre los minutos con los que contamos para llegar a tiempo a la cita. El aguacero de mil demonios es un inconveniente súbito que demora el viaje. Ellos serenan mi preocupación: tenemos algunos de reserva para llegar puntuales al encuentro con el Comandante. De verde olivo, altos, robustos como montañas, los admiro por su invariable educación, sencillez, y silenciosa discreción. Muchos provienen de puro monte en el oriente del país. Nada es rústico en ellos, su compostura resulta natural, delicada y recia en una extraordinaria combinación del carácter. Recuerdo unas palabras pronunciadas por Fidel a comienzos de la Revolución: «Todo el mundo sabe —dijo entonces— que los pocos que andan conmigo son guajiritos, barbudos de la Sierra Maestra». Los observo callada; han transcurrido muchos años, pero Fidel confía su vida, como siempre, a los seres de raíz humilde, a los hombres y mujeres del pueblo.
Al llegar, me despido de los escoltas, desciendo del auto y traspaso el umbral. Reconforta el calorcito de la casa, a salvo de humedades y el frío afuera. Me recibe Alex y al paso, Dalia me acoge con calidez en la quietud del hogar a esas horas.
«Pasa —me dice. ¡Qué bueno que estás aquí porque cuando el tiempo está así, lluvioso y gris, se pone triste».
Nunca, por reiteradas ocasiones en que hiciera el mismo camino a la reunión con el Comandante en Jefe, sentía tal circunstancia como algo habitual. En realidad no me acostumbraba, sentía un desasosiego, un sobresalto que terminaba en euforia y desvelo, deseos de hacer, escribir, conocer, estudiar, leer, estar al tanto de la más reciente noticia; tenía la seguridad de que su presencia ejercía en mí un influjo extraordinario, me daba fuerzas, me inspiraba. Un hombre como él, que entró en la historia de la humanidad, no es un ser común. Sin embargo, aquella frase de Dalia, amorosamente preocupada porque el Cedro no se sintiera triste, me recordó como ninguna otra a lo largo de todos estos años, que Fidel, el héroe, el pensador ilustre, el revolucionario eterno, era también, al mismo tiempo, un hombre que podía sentir tristeza, nostalgia, en una tarde de lluvia y viento, de lento y mustio languidecer.
Son las 5 y 15 de la tarde, tal como habíamos acordado antes por teléfono. En unos instantes, el Comandante aparece en la sala. Mientras tanto, reparé por primera vez en que la saleta donde tantas veces conversamos, tiene portones-ventanales desde donde puede apreciarse el jardín. Es una habitación toda pintada de blanco y protegida por tela metálica —como llamamos a la malla sintética de textura de gasa o mosquitero—. El jardín calado y hermoso. Observo los muebles de mimbre de color malva; en las paredes, fotos de Fidel captadas por Alex, obras de algunos pintores y un mural apaisado. Grandes helechos decoran la sala, un termómetro registra parsimonioso las temperaturas y un reloj el tiempo, permanecen inmutables los sillones de madera y mimbre, guardan silencio las finas violetas en una pequeña maceta. En medio se encuentra el butacón de respaldar alto, fijado por pesas en las patas, y las mesitas de trabajo, cada una con dos pisos: encima de una de estas, frascos de cristal con anotaciones y cifras en las tapas y el vidrio; contienen semillas de diversas variedades de moringa, morera, tithonia y otras plantas.
El Comandante lleva con precisión la cuenta de las simientes de que dispone para sembrar, en un proyecto que considera estratégico, vinculado directamente a la producción de carne y leche para nuestra población y la del mundo, en especial, de los pueblos más necesitados, pero también a la posibilidad futura de que el trabajo en el campo pueda realizarse a la sombra. Vislumbra el incremento de las temperaturas en el planeta, lo que sería dañino para los campesinos, así que, al laborar, habrían de protegerse del sol todo lo posible. En numerosas oportunidades me ha hablado de cuánto progresa y sueña en ese terreno, vuelve hoy a hacerlo; con entusiasmo señala los avances. Calcula y apunta en el pequeño block sus disquisiciones. Mi pensamiento se remonta a lo que Fidel conoce desde los tiempos escolares, pues él se graduó del bachillerato en Belén como Excelencia en la asignatura de Agricultura, así que tal inclinación maravillada es muy arraigada en él. De Birán, pero también de los colegios, viene tal disposición de hacer producir la tierra en bien de los pobladores de un país, una región o la humanidad toda.
«En un abrir y cerrar de ojos el mundo cambió», me dice con los ojos agrandados, muestra de sus asombros y certitudes, y al momento agrega: «y las ideas». Tiene una visión crítica del error de considerar a inicios de la Revolución que alguien sabía lo que era construir el socialismo. Por el rumbo del paso del tiempo y las lecciones que deja, hablamos de cuestiones casi filosóficas. Una vez más conversamos sobre la existencia o no de seres vivos y de vida inteligente en el Universo, más allá de nuestro planeta, en el cielo. Rememora la visita del Papa Juan Pablo II y la presencia aquí de Joaquín Navarro Vals y de un anciano sacerdote español, asistente del Papa en esa época y que luego fue Obispo, Monseñor Marini, quien le causó una muy agradable impresión por su comportamiento discreto y sus razonamientos profundos y ecuánimes. Había podido escucharlo, después de una cena, cuya conversación de sobremesa se había prolongado horas. El Comandante planteó un problema teológico al preguntar cuál era la posición de la Iglesia Católica ante la posibilidad de la existencia de vida inteligente en otros planetas del Universo. Monseñor Marini había reconocido la certidumbre de esa circunstancia, lo que el Comandante no olvidaba. Navarro, siempre respetuoso y medido, enfrente, y el sacerdote al lado.
De súbito, reflexivamente, el Comandante me mira y pregunta: «¿Van a brillar todas las estrellas y existir todo el Universo para que los pequeños humanos podamos contemplarlos? Sería pretencioso de nuestra parte», concluye acerca de tal posibilidad cosmológica.
Intercambiamos sobre las noticias del día y los peligros de la confrontación nuclear, ratifica la situación de amenaza a la especie humana y al propio planeta. Repasamos todas sus anotaciones en la maqueta del libro enviado con antelación. Pormenorizadamente, había ya revisado sus respuestas. Con paciencia me comenta, señala, precisa enmiendas o ampliaciones del material con nuevos datos. Luego de ese trabajo conjunto, continuamos la charla sobre el mundo, la religión, los hombres, el tiempo, ese fugaz que se escurre, pero también, de alguna forma, permanece.
El ánimo melancólico de Fidel se diluye y desliza sin honduras en el alma. La pena no consigue adentrarse definitivamente en él. Hay una buena razón, conmovedora y reveladora: su infinita fe en el ser humano. El rostro del Comandante desborda alegría y satisfacción. Habla apasionado y feliz de quienes, vecinos de una pequeña comunidad aledaña, considerada compleja por la situación de sus pobladores —algunos no incorporados al trabajo, mujeres con hijos que hasta entonces solo eran amas de casa, ancianos jubilados— se habían sumado a las labores y planes de siembra y desarrollo con entusiasmo febril y respondido a la convocatoria de fundar, crear, trabajar. Jubiloso, el Comandante me invita: «una mañanita de estas tienes que ir por allí». La tristeza se ha disipado en el aire fresco, calado, de la tarde. Me mira y sus ojos brillan: «Katiuska, a la gente lo que hay es que motivarla».
De regreso a casa, hago el viaje abstraída, reconcentrada, caen a cántaros en la memoria las palabras de Fidel, sus desvelos y todo lo estudiado antes. Observo ensimismada a los muchachos de su escolta, si algún día fuera necesario interpondrían sin dudarlo toda su imponente presencia para salvarle la vida al Comandante. Admirada, estoy convencida que los lleva a tal determinación resuelta la propia lealtad de Fidel al pueblo, hilo mágico que enhebra la historia. Vuelven a mi memoria pasajes de lo discursado por el Comandante casi al triunfo de la Revolución, el 24 de Enero, en Caracas:
Yo creo en los pueblos como en algo vivo, como en algo capaz de hacer la historia, porque son los pueblos los que han hecho la historia, no los hombres. Los hombres pueden interpretar algo, adivinar, intuir una situación histórica determinada, las cualidades de un pueblo; pero si no hay pueblo no hay ni estadistas, ni generales, ni guerreros, ni nada absolutamente. Es una verdad tan grande que si analizamos, por ejemplo, el caso de uno de los más grandes guerreros de la historia, Napoleón Bonaparte, a quien se le atribuye el genio de aquellas victorias, muy pocos se detienen a considerar por qué podía lograr aquellas victorias. Si las cosas las cambian y a los ejércitos que Napoleón derrotaba se lo ponen a sus órdenes y ponen al pueblo de Francia frente a Napoleón, Napoleón no gana una sola batalla.
Del pueblo surgen los estrategas, los tácticos, los líderes, todo surge del pueblo, y nosotros acabamos de presenciar eso.
Era lógico que cuando un mariscal de Napoleón lanzaba una carga de caballería no quedaba nadie delante, los ejércitos eran divididos en dos y destrozados. No era el mérito de Napoleón, era el mérito del pueblo francés, del cual surgieron todos aquellos valores. (1)
Una vez le escuché decir que el pecado original de la Revolución Cubana había sido ese: ser pueblo, razón por la cual era ferozmente agredida desde el imperio norteamericano. Él mismo hizo el recuento el 3 de febrero de 1959, en Guantánamo:
[…] yo tenía una extraordinaria necesidad de volver al pueblo, porque con el pueblo es como me siento bien. Yo tenía una extraordinaria necesidad de volver a Oriente, de volver a la Sierra Maestra, porque allí fue donde se gestó la Revolución, allí fue donde se inspiró el pueblo, allí fue donde se despertó la fe a la nación entera. Y nosotros debemos regresar al pueblo constantemente; constantemente debemos estar regresando al pueblo, para oír al pueblo y para seguir pensando y sintiendo junto al pueblo. […].
Toda la moral se concentra en ese hombre humilde del pueblo; yo me siento entre el pueblo en mi ambiente, y al pueblo lo necesito, y con el pueblo estoy dispuesto a librar todas las batallas.
Hay veces que los pueblos van delante de los líderes señalando el camino, y hay veces que los líderes ven un poco más lejos y trazan una pauta determinada. (2)
Así se disponía él a vivir toda su vida entonces, así, a la altura de varias décadas, continuaba viviéndola sin cansancios. Fidel no se apartaba un instante de su fidelidad. Había trazado la bitácora de la expedición una vez más al expresar que la patria nueva habría de ser esencialmente distinta a la patria vieja; la Revolución nunca se detendría, estaría en pie mientras hubiera una injusticia por reparar.
En todo esto yo meditaba durante el trayecto de regreso a casa. Concluía que la jornada intensa y maravillosa había significado extraordinarias enseñanzas: lo más impresionante: Fidel habla de fuego y frío en Venus y Marte, respectivamente; tiene la certeza de los riesgos tremendos que vive nuestro planeta y nuestra amada islita como parte de esa geografía, y ante el desafío, no pierde nunca la voluntad de luchar. Fidel persevera: «Hay que luchar. Es el único camino».
Una segunda y definitiva cuestión me maravilla, su inagotable convicción en la nobleza, su fe martiana en los valores del pueblo, razón de vida y lucha de todo su ser, algo que alienta su espíritu como una fuerza de la naturaleza.
Son casi las doce de la noche cuando desciendo del auto y me despido nuevamente de los escoltas. Cesó el temporal, se aquietó el viento. En el cielo, despejado y oscuro, brillan las estrellas. Fidel vive. Fidel vivirá. Fidel vuelve al pueblo. Así será, sin soledades, olvidos ni naufragios.
Aquella noche transparente no podía anticipar que el 13 de agosto de 2021, después de los días, la lluvia, la muerte, las ventiscas, con la llegada de las perseidas como cada año por la misma temporada, Fidel renacerá en todos los que salieron y salen a las calles a crear y fundar, a defender la Revolución y ponerle corazón a Cuba. Fidel vive. Fidel vivirá. Fidel vuelve al pueblo en una decisión de sus hombres y mujeres: ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!
(1) Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz, en el Parlamento de Caracas, Venezuela, 24 de Enero de 1959.
(2) Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz, en Guantánamo, 3 de Febrero de 1959.