DISCURSO PRONUNCIADO POR EL COMANDANTE EN JEFE FIDEL CASTRO RUZ CON MOTIVO DE CONCEDERSELE EL TITULO DE DOCTOR HONORIS CAUSA, DE LA FACULTAD DE HUMANIDADES, DE LA UNIVERSIDAD AUTONOMA DE SANTO DOMINGO, EFECTUADO EN EL PALACIO DE GOBIERNO DE SANTIAGO DE CUBA, EL 10 DE FEBRERO DE 1993
التاريخ:
Señor Rector Magnífico de la Universidad Autónoma de Santo Domingo;
Señores Miembros del Consejo;
Distinguidas personalidades académicas que nos acompañan;
Queridos compañeros de Santiago de Cuba:
En este lugar de tanta significación para la ciudad de Santiago de Cuba, escenario de acontecimientos históricos de especial trascendencia, se ha constituido esta Aula Magna para la ceremonia que nos reúne, en ocasión de la visita del Rector de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y los miembros de su Consejo, para dar cumplimiento a su voluntad de otorgarme los Atributos del Doctorado Honoris Causa, que tuvieron la bondad de conferirme.
Interpreto esa decisión como un gesto de especial solidaridad y afecto para nuestro pueblo, y sobre esa base acepto tan alto honor.
Permítame, Señor Rector, expresarle mi pesar por no haber podido concurrir al solemne acto efectuado en el recinto de la Universidad Primada de América. Esa circunstancia nos ha permitido el placer de recibirlo a usted y a la ilustre delegación que lo acompaña entre nosotros. Ha coincidido su llegada con el inaplazable deber que teníamos de viajar a la Ciudad Héroe de Cuba. De tal manera, el azar ha concurrido en nuestro favor para que nos encontremos aquí.
Aún viven en el espíritu del oriente cubano los ecos de la obra a que se consagraron ilustres maestros dominicanos, venidos a estas tierras en años de infortunio para su pueblo. En la sala donde nos encontramos fueron veladas, en postrer tributo de admiración, las cenizas de don Francisco Henríquez y Carvajal quien, junto a su hermano Federico, fue amigo inseparable de José Martí. A esa pródiga estirpe pertenecieron Max, Pedro y Camila Henríquez Ureña, hijos insignes de la venerable Salomé Ureña, Maestra Emérita de la juventud dominicana.
La universidad, como institución permanente del saber, se arraigó temprano en América. Fue un rasgo singular en la expansión de la cultura española por estas latitudes del mundo, y, a decir verdad, no se corresponde con otras acciones colonizadoras a lo largo de la historia. Quizás en ello encontremos una de las explicaciones de la temprana aparición de los gérmenes de una nueva y propia identidad, surgida de la fusión de lo mejor de dos culturas, que se proyectó como un haz de luz desde aquellos días dolorosos y cruciales en que los pueblos antiguos de nuestra América sucumbieron ante la conquista europea.
A la cabeza de ese trayecto, precediendo a otras fundaciones, nace la universidad en la isla Española en 1538, sucedida luego, una tras otra, por las de Lima, México, Guatemala, hasta la de La Habana en 1728.
La universidad acunó el pensamiento filosófico, fue receptiva a la prédica ardorosa de los primeros humanistas enfrentados en esta latitud del mundo a la servidumbre de los indios y a la esclavitud de los africanos. Ella no tardó en ser palestra de doctores y pensadores atrevidos, quienes, tras los pasos de Las Casas y de Montesinos, idearon una utopía americana concebida para mejorar las condiciones sociales del hombre de nuestras tierras, convertido por obra de aquellos sucesos históricos en parte sufriente de la humanidad.
Siglos después, los descendientes de aquellos precursores sentaron las bases de la pedagogía hispanoamericana con acento en su creciente americanidad. No podemos soslayar el valor de las vidas ejemplares de Simón Rodríguez, Andrés Bello, Félix Varela o Enrique José Varona, por solo recordar algunos nombres.
La universidad hispanoamericana se tornó escenario para el protagonismo de las vanguardias que no eludieron un compromiso sincero y riesgoso con los sentimientos nacionales que surgían en todos los países de la América nuestra. La universidad se identificó con los pobres y los oprimidos, clamó por desencadenar a esta parte del mundo de la sumisión que nos impuso la conquista. Interpretó las ideas y el pensamiento de otros hombres y pueblos, y los adecuó a nuestras propias urgencias. Creyó, en suma, que debíamos vivir, sin meditar en tropiezos, nuestra propia aventura creadora.
Esa y no otra fue la inquietud de Bolívar cuando clamaba descarnadamente porque se nos permitiese vivir nuestra propia edad media, sabedor, en lo íntimo de su conciencia, que padeceríamos inevitables extravíos en la búsqueda de nuestro propio ser.
En nuestra patria, universidad y conciencia nacional están íntimamente unidas. Cuando éramos niños nos llevaron a contemplar la pared contra la cual fueron sacrificados, por la cólera de la reacción desencadenada, los ocho estudiantes de medicina el 27 de noviembre de 1871, en pleno apogeo de la lucha cubana por la independencia iniciada aquel glorioso 10 de octubre de 1868. Nuestra Alma Mater sostendría en sus brazos a incontables héroes caídos en la flor de la vida. Mencionemos solo a uno, que los encarna a todos: el joven Julio Antonio Mella, nieto de uno de los padres fundadores de la República Dominicana.
José Martí, condenado a prisión y trabajos forzados a la temprana edad de 17 años, debió concluir sus estudios superiores en España. En las aulas de la universidad zaragozana halló acogida; allí encontró adhesión y aliento a su ideario emancipador, y pudo beber también en las fuentes de un antiguo saber. Sin embargo, se percató de que en nuestros pueblos, la escuela y la universidad debían forjar al ser humano de cara a la naturaleza, a la agricultura, a la experimentación y a las ciencias.
El Apóstol, como lo llamaron ya sus contemporáneos, fue heredero natural de una escuela pedagógica de la cual nos enorgullecemos, la misma a la que se consagró con generosa ternura Eugenio María de Hostos, el maestro puertorriqueño que halló patria en Santo Domingo.
Martí, discípulo del poeta y educador Rafael María de Mendive, es la piedra angular de nuestro concepto de la educación universal. Su vasto saber, su consecuencia en los propósitos, su acrisolada sencillez, su elocuencia impar y su consagración sin reposo, lo hacen merecedor de tan alta estima.
Al recibir el Título y la Toga que me confiere la Universidad Autónoma de Santo Domingo, no puedo dejar de evocar con especial emoción aquellos años en que, estando por concluir todavía nuestros estudios universitarios, envueltos ya en el quehacer revolucionario de una generación que enfrentó con valor y abnegación la transformación de la sociedad cubana, comprometidos a la vez con la genuina libertad de pueblos hermanos como el de Santo Domingo, pusimos sin reservas nuestras vidas al servicio de la libertad de la tierra en que naciera el ilustre y heroico combatiente internacionalista que fue Máximo Gómez. Lo que hemos hecho los cubanos por otros pueblos no es más que seguir el ejemplo de Máximo Gómez.
Señor Rector y Señores Miembros del Consejo, agradezco profundamente a ustedes el señalado honor que se me ha conferido. Admiro el valor del acto y el desafío que supone las presiones y amenazas que sufren, veladamente o no, los que se atreven a acompañarnos en momentos tan difíciles y hermosos para el pueblo de Cuba.
Reafirmo ante ustedes mi cariño entrañable al pueblo dominicano, mi convicción profunda de que nada ni nadie podrá separarnos jamás y de que la libertad, la justicia y el futuro nos pertenecen por entero. Haré todo por honrar la altísima dignidad que he recibido en el día de hoy.
Muchas gracias (OVACION).