مقالات

Hogueras radicales y hogueras de vanidades

تاريخ: 

24/04/2021

مصدر: 

Periódico Granma

المؤلف: 

Cuando Fidel desembarcó por primera vez en Nueva York, después del triunfo revolucionario, el 21 de abril de 1959, la imagen de un líder barbudo en vestimenta militar tomó la imaginación de los jóvenes de la ciudad. Según narra Tony Perrottet en The New York Times, al salir de la estación Penn lo esperaban muchedumbres al canto de «¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Fidel!», y tuvo que abrirse paso en la multitud, a la que saludaba con la mano en alto. No lo dice Perrottet, pero la mano en alto iba acompañada de una sonrisa amplia y franca. El artículo, escrito para celebrar los 60 años de aquel acontecimiento, centra su atención en el impacto que la comitiva tuvo en la moda neoyorkina.
 
Según el periodista Jon Lee Anderson, «en cierto sentido, Fidel, el Che y los Barbudos fueron los primeros hippies», y quiso decir, en el sentido del aliento que le imprimieron a la contracultura que empezaba a gestarse en ese país, y que había tenido algunos precedentes importantes en los escritos ya publicados de Allen Ginsberg y Jack Kerouac.
 
El paralelo no se limitaba a los hombres. Perrottet describe cómo la imagen de Vilma, con una flor de mariposa detrás de la oreja, fotografiada para la revista francesa París Match, podía tomarse como precedente de la cultura de flowerboy que impactaría después en las ciudades estadounidenses, particularmente San Francisco.

Fidel Castro en Estados Unidos, abril de 1959

Tomó 20 minutos, a la policía de la ciudad, llevar a Fidel a través de los escasos 91 metros, por la 8va. avenida, hasta el hotel donde se hospedaba. El visitante constantemente rompía la formación de la escolta para saludar a los que le daban la bienvenida. Algunos llamaron a su impacto fidelmanía, y una empresa estadounidense de juguetes produjo 100 000 gorras militares con barbas «quitaypón» para niños. Eisenhower se había negado a recibir a Fidel, y Nixon tuvo un encuentro breve. El Vicepresidente, sin saber bien, tuvo la intuición de percatarse de que quien estaba frente a él podía darles dolores de cabeza. Así lo comprobarían, luego, 11 presidentes, incluyendo al propio Nixon.
 

Ver a los barbudos como puente entre la generación beatnik y la de los hippies, que emergía, podía resultar un buen gancho literario o una buena línea periodística, pero era, cuando menos, superficial. Aquellos rebeldes habían vivido una experiencia de lucha y sacrificio, real y dolorosa; se habían curtido frente a la muerte de sus compañeros, enfrentando una de las dictaduras más sangrientas de América Latina. No había pose en sus actitudes, salvo la que emanaba de sus experiencias vitales, y estas eran profundas y radicales. Esos rebeldes que ahora se pretendían reducir a un tema de modas y sex appeal, traían convicciones de luchas sociales que echaban raíces en la historia de un país, para trascender a la de un continente. Ningún beatnik, por más que tuviera crisis existenciales, ni sus más encumbrados poetas, escritores, músicos o artistas habían redactado un documento programático como La historia me absolverá.
 
Ninguno de aquellos inconformes que se regodeaban en la idea de la generación perdida habían entendido, con esa profundidad, la raíz social de la enfermedad que les deprimía. Para quienes enfrentaban el colosal reto de plantarle cara al neocolonialismo y a su causa imperialista, no había tiempo para devaneos de clase media ahogada. Tampoco había tiempo para exhibir vanidades como artificios. Todo eso comprobaron quienes, el 24 de abril, en el Central Park de Nueva York, formaron parte de la muchedumbre de más de 30 000 asistentes que oyeron a Fidel hablar de cómo la suerte de la Revolución Cubana estaba atada a la suerte de América Latina. Quizá, en el corazón del capitalismo norteamericano no se habían oído palabras como aquellas: «Porque sobre el hambre y sobre la miseria se podrá erigir una oligarquía, pero jamás una verdadera democracia. Sobre el hambre y la miseria se podrá erigir una tiranía, pero jamás una verdadera democracia. Somos demócratas en todo el sentido de la palabra, pero demócratas verdaderos, demócratas que propugnan el derecho del hombre al trabajo, demócratas que postulamos el derecho del hombre al pan, demócratas sinceros, porque la democracia que habla solo de derechos teóricos y se olvida de las necesidades del hombre, no es una democracia sincera, no es una democracia verdadera».

Fidel Castro en Estados Unidos, abril de 1959

En un país acostumbrado a los discursos donde la idea de la democracia es vista como acción política vacía, sin conexión con la estructura económica, en una ciudad donde la dictadura del capital, que no es otra cosa que el poder de la burguesía, es tan manifiesta, esas palabras debieron ser como dinamita estallando en un teatro.
 
Pero si tales palabras no eran comunes, menos aún era que las dijera una persona que acompañaba el verbo con la acción.
 
Hablando de acción, y de cómo eran percibidos aquellos barbudos, cuenta un biógrafo de D’Gaulle que, al informarle a este que los paracaidistas de la oas, aquella tropa fascista que masacraba a los argelinos, amenazaban con desembarcar en París, el general francés desechó la amenaza diciendo: «si fuera Fidel Castro, ya estaría desfilando por los Campos Elíseos». En una anécdota no comprobada, dicen que el Comandante Pinares, oyendo las tropelías de los bandidos financiados por el imperialismo en Pinar del Río, le preguntó a Fidel: «¿Por qué no le declaras la guerra a los Estados Unidos?». La lógica en broma de Pinares era que ese país había reconstruido los países a los que había hecho la guerra, una vez que los derrotaba. Fidel respondió: «¿Y si Cuba le gana la guerra a los Estados Unidos, qué?».
 
Tendrían que pasar diez años para que Tom Wolfe acuñara el término de «radical chic» para referirse a la impostura de quienes adoptaban la parafernalia rebelde como moda de vestuario y tatuajes, sin la radicalidad social real. El revolucionario no se hace de afuera hacia adentro, se hace de adentro hacia afuera. Probablemente tenía que ser un periodista-escritor como Wolfe, padre, junto a Capote, del llamado nuevo periodismo, sarcástico y honesto, por más que fuese un desgraciado conservador que admiraba a Reagan y proclamaba cómo había votado por Bush Jr. en las presidenciales de 2004. Dicen que el término de «radical chic» le vino a Tom contraponiendo a otros que adversaba con la genuinidad de los rebeldes cubanos. Lo cierto es que Wolfe no era ningún extraño a Cuba. En el mismo inicio de la Revolución, The Washington Post lo envió como corresponsal en La Habana. El periódico andaba buscando a alguien que hablara español, y descubrieron que el periodista había pasado cuatro años de ese idioma en el colegio. La realidad era que no podía hablar nada, pero tomó la asignación y se vino a Cuba. Aquí se hizo amigo de un periodista del Daily Express, quien, con esa obsesión de la prensa corporativa por lo banal, había sido enviado a Cuba para «investigar la vida sexual» de Fidel. El infeliz corresponsal, con la asignación idiota, terminó expulsado del país, y Tom Wolfe, por carambola, regresó a ee. uu. luego de seis meses en La Habana.
 
La última novela de Wolfe, antes de morir con 88 años, tiene a Miami por escenario, con un protagonista cubanoamericano; pero no hablaremos de ella aquí porque, para ser sincero, no la he leído.
 
Qué pequeño luce el mundo para quienes solo defienden sus mezquindades. Claro, como puesto así de crudo no resulta atractivo, se suelen disfrazar esas intenciones en grandes palabras que oculten la verdadera naturaleza de sus miserias. Eso es lo que viene a la mente cuando se lee el desfile de personajes de la novela más aclamada de Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades. Escrita en 1987, en forma de entregas para la revista Rolling Stones, narra las desventuras de Sherman McCoy, un corredor de bolsa, cobarde y monótono, que se autoestimula llamándose a sí mismo: el rey del universo. Sherman tiene el infortunio de ser acusado de arrollar a un joven negro, cuando un giro mal dado lo lleva al corazón del Bronx mientras iba con su amante, en realidad la que conducía en el momento del incidente.
 
Tomado como ejemplo, el caso rápidamente se va de las manos cuando una serie de personajes busca sacar ventaja de la desgracia del joven negro y del acusado: un periodista alcohólico con ansias desesperadas de sobresalir en su profesión, no tiene reparos en saltarse cualquier límite ético para inflar el caso y darle tintes sociales y raciales que llevan a protestas masivas; un pastor de Harlem que ve, en el muchacho accidentado, una oportunidad para inflamar a sus bases contra las autoridades y el sistema, posicionándose como líder comunitario, sin importarle mucho la naturaleza real de los hechos; un fiscal de distrito que tiene que ir a reelección pronto y ve, en el caso, una oportunidad de impulsar su candidatura; un fiscal asistente, gris y mediocre, que busca impresionar a una chica del jurado que quiere llevarse a la cama y, en función de ello, persigue con saña al acusado, al extremo de proponerle a la amante, testigo clave, que mienta.
 
Cada cual va sacando provecho de la situación en nombre de grandes ideas y metas, de la justicia social, del beneficio de la familia, de la libertad de expresión. Todos, menos el accidentado y el rico acusado. El sistema no cree en lágrimas, y está dispuesto no solo a sacrificar al negro, sino también a uno de los suyos, si el rito se justifica en su reproducción estable.
 
La segunda vez que Fidel visitó Nueva York, un año después de aquella otra visita, las cosas habían cambiado lo suficiente como para que ya fuera declarado enemigo del imperio. Las agresiones a Cuba por parte del poder imperial habían escalado, y la respuesta de la Revolución fue nacionalizar las empresas yanquis. La Revolución iba camino a cumplir aquella profecía de Fidel y vencer a su enemigo. Hospedado en el hotel Theresa, en Harlem, como respuesta a la provocación del lugar donde se suponía que se hospedara, Fidel sintió que sus verdaderos anfitriones estaban allí, entre los negros preteridos de la ciudad. Malcolm x lo visitó y conversaron un rato. Fue tal la impresión que le causó, que siempre diría que ese era el único blanco que le había gustado.
 
En esta ocasión su tribuna no fue un parque, sino la Asamblea General de las Naciones Unidas. Allí daría el discurso más largo que se hubiera expresado en aquel salón, pero no solo fue el que más ha durado. Combinando el lenguaje de los pueblos con la erudición del lector consagrado, Fidel diría que el imperialismo «es una ramera que no puede seducirnos». Y no precisamente La ramera respetuosa, de Jean Paul Sartre. Todavía lo es, todavía no puede.