Cuba en la geopolítica imperial
تاريخ:
مصدر:
المؤلف:
Aunque la geopolítica como disciplina no nace sino a fines del siglo XIX y principios del XX en Europa, desde «las cruzadas» primero y con «los descubrimientos» y la conquista después, el capitalismo y los reinos europeos se expandieron apoderándose de cada vez más territorios que arrebataban, a sangre y fuego, en nombre de dios, a los pueblos que en ellos vivían.
Siguiendo el mismo curso, pero esta vez por motivos puramente «religiosos», llegaron en el Mayflower los peregrinos a lo que sería Virginia en el Anno Domini de 1620, como quedara certificado para la historia de la nación que así nacía. Diez años más tarde, un misionero afirmaría que «por un designio especial del cielo», «si los nativos obraran injustamente», los llegados tendrían el «derecho a librar legalmente una guerra con ellos y a someterlos».
Luego los grandes propietarios, esclavistas y traficantes, se dieron una Constitución que crearía una república, un gobierno e instituciones capaces de servir a los que detentaran la riqueza; que creció robando y masacrando a las poblaciones autóctonas y a las que esclavizó bajo el disfraz de un modelo de democracia que había adoptado un nombre que, explícitamente, delataba su destino: Estados Unidos de América. En 1845, el «mandato divino» –recibido ya desde el Mayflower– incluiría la idea del Destino Manifiesto para el país nacido en 1787, que no incluía entre sus ciudadanos ni a indios, ni a esclavos, ni a pobres, ni a mujeres, y se arrogaba el derecho, y hasta la obligación, de expandirse para llevar la libertad y el progreso a todo el continente, como afirmaría entonces un articulista de una revista de Nueva York, para ser convertido en símbolo y repetido generación tras generación, hasta nuestros días.
Y al sur del continente, el mar Caribe, cuyo control aseguraba la seguridad y la posibilidad de conectarse con el mundo, y en ese, su mare nostrum, Cuba, situada a la entrada del Golfo. Y aunque tampoco habían sido formulados los conceptos de geoestrategia y geoeconomía, ya John Quincy Adams los comprendía, metafóricamente escribía sobre «la fruta madura» y, sin metáfora, aseguraba que: «No hay territorio extranjero que pueda compararse para los EE.UU. como la isla de Cuba… (que) casi a la vista de nuestras costas, ha venido a ser de trascendental importancia para los intereses políticos y comerciales de nuestra unión».
Cuando en 1823 fuera anunciada por el ya quinto presidente de la nación la Doctrina Monroe (América para los americanos), y en ella la intención de EE.UU. de no tolerar la intervención europea en el continente, quedaba instaurada, al norte de las Américas, una república imperial con su consecuente presidencia imperial; pocos años más tarde, también la dictadura de los dos partidos que alternarían en el poder.
A fines del siglo XIX, EE.UU. intervino en la guerra hispano-cubana y la convirtieron en la que Lenin denominara «primera guerra imperialista». La intervención en la guerra, convenientemente renombrada hispano-americana, justificada mediante el engaño y la manipulación de la voladura del acorazado norteamericano Maine, abriría las puertas a la expansión imperial más allá del continente.
A esa contienda, el politólogo Zbigniew Brzezinski la caracterizó como: «… la primera guerra de conquista de los EE.UU. fuera de su territorio… Las reivindicaciones estadounidenses de un estatus especial como único guardián de la seguridad del continente americano –proclamadas anteriormente por la doctrina Monroe y justificadas más adelante con el pretendido «destino manifiesto» estadounidense– se hicieron más firmes a partir de la construcción del canal de Panamá…». Solo obvia Brzezinski que la construcción del canal fue posibilitada por la independencia de Panamá de Colombia, muy «conveniente» para EE.UU.
Terminada la guerra –solo posible por la decisiva participación de los mambises– quedaban creadas las condiciones para que el imperio, Enmienda Platt mediante, inaugurara las medidas que luego fueran denominadas neocolonialismo, aplicadas con la política del Gran Garrote, de Theodoro Roosevelt, y su enmienda a la doctrina Monroe, el denominado «corolario» según el cual, si un país latinoamericano-caribeño amenazaba o ponía en peligro los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas de EE.UU., el gobierno debía intervenir para restablecer los derechos de sus nacionales «americanos». Para alcanzar el mismo objetivo, con otros medios, otro Roosevelt (Franklin Delano) aplicaría la política del Buen Vecino, ya a partir del segundo decenio del siglo.
De manera que, con total independencia del color del partido que gobernara EE.UU. (siete republicanos y tres demócratas de 1898 a 1958), sus representantes y embajadores, actuando como procónsules, mantuvieron a Cuba sometida al imperio: 25 años con tres intervenciones militares (1898-1902, 1906-1907, 1917-1923); una Constitución (1901), mutilada por una enmienda; unos cortos periodos de democracia formal en la que la participación del pueblo se imponía hasta ser capaz de darse una Constitución progresista (1940), y dictaduras feroces como las de Gerardo Machado (1924-1932) y Fulgencio Batista (1952-1958); quienes, amparados por EE.UU., masacraron al pueblo cuando fue necesario «restaurar el orden» imperial, y todo el tiempo con una corrupción generalizada que permeaba al país y a sus instituciones, aunque sin lograr someter al pueblo y su rebeldía.
***
Derrocada la dictadura en 1959, la Cuba independiente iniciaría la Revolución en el mare nostrum de un imperio sólido. Sobre América Latina y el Caribe, siempre considerados su patio trasero, EE.UU. había asegurado desde la guerra fría, con la Doctrina Truman y el macartismo, mecanismos e instituciones que garantizaban el absoluto control de la región: la Junta Interamericana de Defensa (JID), el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la Organización de Estados Americanos (OEA), la tristemente célebre Escuela de las Américas (desde 1946), especializada en el entrenamiento de militares latinoamericanos en técnicas que incluían la tortura y, por supuesto, también la CIA.
La Revolución cubana triunfa en lo que el imperio consideraba su hemisferio, que se había realizado a sus espaldas, sin consentimiento, en un país cuyas principales riquezas eran propiedades de empresas estadounidenses, desde las eléctricas y las telefónicas hasta las hoteleras, las azucareras, los bancos y las refinerías de petróleo, donde experimentaban todo lo que después aplicarían en el mundo, donde venían a beber si había «ley seca» en su país, a jugar si el juego era prohibido, a hacer abortar a sus mujeres, a pasar fines de semana lejos de miradas indiscretas en clínicas, hoteles o prostíbulos de lujo; donde desembarcaban los marines para hollar la dignidad de cubanas y cubanos.
Luego de 1959, la política de EE. UU. contra Cuba arreció su curso hostil, más allá del color del partido que ha gobernado en «el gigante de las siete leguas» y, durante el mandato de los 12 presidentes imperiales, desde el 1ro. de enero hasta hoy, cinco demócratas (Kennedy, Johnson, Carter, Clinton y Obama) y siete republicanos (Eisenhower, Nixon, Ford, Reagan, Bush –padre e hijo– y Trump) se planearon y ejecutaron, por sus gobiernos, o por los sicarios bajo su protección, 681 acciones terroristas, entre las que se incluyen la invasión por Playa Girón, la voladura del avión de Cubana en Barbados, y hasta el atentado a nuestra embajada en Washington, con un costo de 3 478 muertes y 2 099 discapacitados.
Los republicanos comenzaron, desde marzo de 1959, las operaciones encubiertas y, sobre la base de la vieja Ley de Comercio con el enemigo (data del 6 de octubre de 1917), iniciaron, con saña y perversidad, el bloqueo económico, comercial y financiero que cada año todos los presidentes estadounidenses reactivan. Igualmente, orquestaron campañas para tensar las relaciones con Cuba, que incluyeron, desde inventarse una base de submarinos nucleares soviéticos en la bahía de Cienfuegos, hasta «ataques sónicos» a sus funcionarios; financiaron, estimularon o permitieron que organizaciones terroristas actuaran contra Cuba, como la creada en 1981 por la CIA, la Fundación Nacional Cubano-Americana; firmaron un Acta por la democracia en Cuba, la Ley Torricelli, propuesta por dos demócratas, que evidencia la política de Estado, y no partidaria, de las relaciones, hasta que el actual mandatario, Donald Trump, agudizara los conflictos y multiplicara el uso de chantaje político contra socios, amigos o adversarios.
Los demócratas, en sus turnos, ejecutaron los planes de invasión a Cuba de Eisenhower, que terminaron con la derrota de los mercenarios en Playa Girón; dieron inicio oficial al bloqueo económico con la orden ejecutiva No. 3447; alimentaron las tensiones que provocaron la llamada Crisis de Octubre, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear; hicieron que la OEA aprobara una resolución sobre la ruptura de las relaciones diplomáticas con Cuba; provocaron las olas migratorias de Camarioca y el Mariel, y hasta firmaron la que, a propuesta de los republicanos, fuera denominada Ley de libertad y solidaridad democrática con Cuba, conocida como Helms-Burton, que reiteró el carácter de Estado de la política respecto a la Mayor de las Antillas. Y aunque Obama en 2016 pediría dejar el pasado y «mirar al futuro», no pudo esconder, con el disfraz, el objetivo de su administración: lograr el añorado «cambio de régimen», que ya había explicado a la contrarrevolución cubana en Miami: «ya es hora de que el dinero cubano-americano haga a sus familias menos dependientes del régimen de Castro».
Sin importar quién resulte presidente de Estados Unidos en las elecciones de noviembre, una cosa sigue siendo evidente: la solución del conflicto Cuba-EE.UU. solo será posible cuando el imperio reconozca que nuestra Isla es una nación libre, soberana e independiente.