Seguir con Fidel
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Tras la noticia de su muerte y durante las correspondientes honras fúnebres se corroboró la capacidad de irradiación vital que Fidel Castro conservaba y continúa trasmitiendo. Hasta los descreídos —si lo reconocieron o no sería otra cosa— habrán podido apreciar la conmoción del pueblo, que ratificó su voluntad de abrazar el legado del líder revolucionario cuando esa era una posibilidad descartada por los detractores de la Revolución, y por quienes —a menudo son los mismos— son incapaces de calar en la realidad y rebasar sus velos visibles.
Hoy permanece en pie el tesoro ideológico que, con el cuerpo ya reducido a cenizas, le entregó Fidel a la nación. Vale para reabrir, más que cerrar, el ciclo de una existencia que no podrá ser desconocida ni por sus más encarnizados enemigos. Sería tan impropio dilapidar esa riqueza como desleal no hacer de ella el uso necesario. Se le ha de poner en función de las transformaciones que Cuba está llamada a realizar no para abandonar la marcha emancipadora con que ganó la admiración y la solidaridad de los pueblos y el odio de los opresores, sino para profundizarla y reforzarla ante los embates de hoy.
Esta nación ha de ratificar en los hechos, con efectividad y sin ceder a las tentaciones del pragmatismo o del acomodamiento fácil a las circunstancias, el proyecto de equidad social que le valió internamente el apoyo necesario para alcanzar el triunfo en 1959 y continuar venciendo desde entonces escollos múltiples. Con la conciencia de esa necesidad va aparejada la certidumbre de que el líder fue y continúa siendo un amparo insustituible en términos individuales, por lo cual la mayoría del pueblo debe asumirlo como responsabilidad colectiva. En el primer aniversario de su partida no cabe hablar de un año sin Fidel, sino de otro año en que él ha seguido alumbrando los afanes por salvar la patria con soberanía y justicia social. Merezcamos que así siga siendo.
Más allá de consignas que podrían ser justas pero desmesuradas ante la estatura política y moral de un hombre extraordinario y, en esa medida, tan paradigmático como inimitable, el deber radica en preservar la firmeza de ideales y actos insoslayables para dar continuidad al proyecto revolucionario.Y continuidad no es atascarse en la ausencia de dinamismo, pero tampoco equivale a modificaciones que torcerían el rumbo y, más que a perfeccionar la marcha, equivaldrían a renunciar a lo que debe conservarse.
A lo largo de la historia —piénsese del cristianismo originario para acá, hasta el marxismo, la Revolución de Octubre y el ideario martiano, por ejemplo— los grandes fundadores no han logrado cambiar el mundo a voluntad como entendían necesario y justo hacer. Fidel no es una excepción, y el asunto en la Cuba de hoy no se limita a los más tremendos obstáculos venidos de la hostilidad imperialista. También internamente operan insuficiencias y fuerzas que pueden oponerse a la obra transformadora e impedir que las aspiraciones amasadas por el líder para bien del pueblo se hagan realidad plena.
Cuando en noviembre de 2005 Fidel aseguró que nosotros mismos podríamos provocar lo que no le ha sido ni ha de serle posible al imperialismo conseguir —aplastar a la Revolución y dominar a Cuba—, podía estar pensando en defectos o excesos locales. Basta considerar los malos hábitos de trabajo, el irrespeto a la propiedad social, la ineficiencia económica, la indisciplina personal y pública, la burocracia y otros males contrarios a la realización del país plenamente vivible que urge construir para que permanecer en él sea un acto de veras amable.
Con lastres opuestos raigalmente al camino trazado por Fidel se vincularían el individualismo y el uso del poder para beneficio propio en vez de ejercerlo —según el lugar que se ocupe en la trama social— para la felicidad colectiva y el respeto a la honradez, básica para construir una sociedad fundada en la dignidad humana. Por caminos torcidos se llega a diversas formas de corrupción, como el caciquismo, la apropiación indebida de recursos, el nepotismo y la capitalización dolosa de influencias.
No hay justicia social y equidad que puedan consumarse satisfactoriamente por entre obstáculos de esa índole, y para combatirlos no habrá baluarte más firme que el cultivo y la consumación de los valores éticos. Ello implica practicar una democracia en la cual la sociedad en su conjunto —la ciudadanía, concepto que urge restablecer cabalmente— cumpla sus deberes y reclame y haga valer sus derechos.
Aunque se lo propongan del modo más resuelto, no habrá partido ni gobierno que por sí solos garanticen la democracia que el pueblo sea incapaz de construir y defender colectivamente. No solo en la lucha por la independencia nacional resulta básico saber que los derechos se conquistan, no se mendigan.También lo es para la conducción y el perfeccionamiento de la sociedad, máxime si se trata de echar la suerte con los pobres de la tierra y hacer una revolución con los humildes, por los humildes y para los humildes, y sobre todo cuando ricos y desigualdades prosperan sustentablemente.
La colectividad no es un conjunto amorfo, susceptible de ser empujado o arrastrado —y no valdría la pena si lo fuera—, sino un organismo vivo, un sistema de individualidades heterogéneas responsabilizadas con actuar conscientemente. Esa es meta difícil, pues se deben respetar las aspiraciones individuales sin que se impongan a golpe de egoísmo sobre las colectivas. En medio de esa realidad, junto con la persuasión indispensable se necesitan recursos punitivos para reprender a quienes violen la ley y la ética.
Semejante dinámica no depende de la voluntad de una persona, ni de un grupo de ellas, por muy importante que sea el papel del líder y de la vanguardia. No siempre los obstáculos vienen de hechos ostensiblemente contrarrevolucionarios. Pueden derivarse incluso del mal entendimiento de cómo se debe defender una revolución. En tal contexto puede no bastar la grandeza de una personalidad extraordinaria.
Ejemplos de ello no faltarán, pero por lo reciente de su conocimiento, al menos en público, y dada la índole del hecho, viene al tema el testimonio que por estos días —en la jornada de homenaje dedicada en la Casa de las Américas a Fernando Martínez Heredia, científico y revolucionario ejemplar— ofreció nadie menos que José Miguel Barruecos, hombre de probada lealtad revolucionaria y cercano durante décadas a Fidel. Hace tiempo que el cierre —en medio de una política cultural que terminó escorando en un período llamado quinquenio gris— del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, y de la revista Pensamiento Crítico, se ve como uno de los errores dañinos para la Revolución cometidos en Cuba, no necesariamente el mayor.
Según el confiable testimonio de Barruecos, la medida se adoptó aunque Fidel admiraba la tarea que aquel Departamento y la citada revista acometían en el afán de hallar caminos creativos propios para las ciencias sociales en el país.Las fuerzas y las nociones que tensan una revolución son complejas. Ello exige que —sin incurrir por desprevención o desidia en otras debilidades— la sociedad y sus instituciones estén cada vez mejor preparadas para impedir medidas o prácticas que, lejos de fortalecer la marcha revolucionaria de la sociedad, la mellen con interdicciones frustrantes.
Los errores, se sabe, son parte de la obra humana, y se dice que rectificar es de sabios; pero el desiderátum debe ser no errar, para no tener que andar corrigiendo pifias y rescatando lo que se ha dejado perder, o para que cada vez sea menos necesario hacerlo. Que en vida física de Fidel pudieran cometerse errores como el aludido, contrarios —según el testimonio citado— a sus valoraciones personales, habla de la altura de los retos. Ellos demandan estar en guardia permanente, cada quien en su sitio, y la sociedad en su conjunto, para cuidar con firmeza y tino la línea de conducta necesaria que se propuso personificar el dirigente político para quien era cuestión de honor, y motivo de orgullo, sostener que al pueblo no se le había dicho “cree”, sino “lee”.
Tenemos y estamos responsabilizados con tener a Fidel vivo en el plano moral, cuando ya no podremos tenerlo de igual modo como realidad física. En tal entorno es aún más importante cultivar su voluntad de hacer de la democracia en Cuba un patrimonio colectivo y consistente de veras, a diferencia de regímenes políticos que —oxímoron si los hay— enarbolan el concepto de democracia para usarla contra el pueblo.
En el legado de Fidel, que la mayoría revolucionaria está llamada y debe estar dispuesta a continuar colectivamente, se tiene un arma de pensamiento fundamental para combatir a oportunistas, corruptos, caciques…, a todo aquel o toda aquella que —sea quien sea, lo que no debe reducirse a consigna, sino aplicarse como acto necesario para la supervivencia nacional— viole o intente burlar los requerimientos de la obra revolucionaria para de algún modo apropiarse de ella.
Sin descartar traiciones programadas, a ese punto se puede llegar de modo consciente o inconsciente cuando se toman caminos errados para fortalecer la Revolución. Uno de ellos sería menguar la democracia que el pueblo se ha ganado el derecho a disfrutar sin perder de vista los peligros de diversa índole que la amenazan; otro, abrazar un pragmatismo capaz de hacer creer que la eficiencia económica basta para asegurar la buena marcha de la nación. El Comandante no ignoraba la vital importancia de esa eficiencia, pero sabía que ella, sin el acompañamiento, como fuerza rectora, de los valores éticos y el sentido colectivo, puede asociarse a deformaciones costosas.
Otra de las lecciones medulares de Fidel radicó, radica, en su claridad para apreciar la naturaleza del imperialismo y lo que este representa para los pueblos en general y para Cuba en particular. Ante ilusiones y espejismos vinculables con el cambio de táctica anunciado el 17 de diciembre de 2014 por el entonces presidente de los Estados Unidos, y con su visita a La Habana, en su reflexión “El hermano Obama” el líder cubano puso en claro, de modo conciso y rotundo, lo que estaba en juego, y sigue estando.
Las groserías del actual césar han venido a confirmar las advertencias de Fidel. Incluso pensado para derrocar a la Revolución por medio de una hostilidad “blanda” —proclamada sin ambages por un gobernante astuto—, el imperio nada hará para bien de Cuba. Cualquier cambio o anuncio de táctica que pueda parecer favorable para ella lo puede revertir de un plumazo para retomar la más virulenta hostilidad.
El pensamiento y la conducta de Fidel siguen también en pie para corroborar que debemos esforzarnos en ser eficientes y cultivar la ética haya o no haya bloqueo, y nada hace prever que cesará pronto esa aberración, generadora de daños entre los cuales no es menor el haber propiciado pretextos para justificar deficiencias que no se explican precisamente por él. Mucho menos se debe pensar que, de levantar el bloqueo, el imperio lo haría para ayudar a Cuba a ser más socialista y democrática, sino para tragársela. En ello tendría de su lado las deficiencias y debilidades internas del país.
Por todo eso, y por muchas razones que aquí no se habrá ni rozado, es motivo de satisfacción bracear para que en los años por venir nos mantengamos guiados por el ejemplo de Fidel, sin ignorar que los tiempos cambian, no siempre para bien, ni someternos resignadamente a cambios indeseables.Es necesario lograr que la tranquilidad que antes daba el saber que él estaba en su puesto de combate, dé paso orgánico y consciente al afán colectivo por salvar a la patria, por hacer de ella una nación cada vez más próspera y democrática, guiada por los ideales de justicia social, equidad y honradez. Así seguirá Fidel con nosotros, y nosotros con él.
No se trata de idealizarlo como al dios que ni fue ni se propuso ser —era demasiado inteligente para ello, además de honrado—, ni de suponerlo infalible. La lealtad a su ejemplo reclama abrazarlo desde la convicción en la que él se incluyó de modo explícito: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”. Como en ciertas religiones que rechazan la idolatría, la veneración de imágenes físicas, la fidelidad con que asumamos en pensamiento y en acción la herencia del Comandante será el monumento más digno de su memoria. También nosotros colectivamente necesitamos que la historia no nos condene.