La idea de rendirse no cabía
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—Hablemos del asalto al Moncada. ¿Considera usted que, en definitiva, ese ataque fue un fracaso?
—El Moncada pudo haber sido tomado, y si hubiéramos tomado el Moncada derrocamos a Batista, sin discusión alguna. Nos habríamos apoderado de algunos miles de armas. Sorpresa total, sumada a la astucia y el engaño al enemigo. Todos fuimos vestidos de sargentos… En Santiago de Cuba les hubiera llevado horas reponerse del caos y la confusión que se generaría en sus filas, dándonos tiempo para los pasos subsiguientes.
—¿Ustedes atacaron solo el Moncada u otros objetivos al mismo tiempo?
—Atacamos dos cuarteles: además del Moncada, el de Bayamo, como una avanzada para combatir el contraataque. Pensábamos volar o inutilizar el puente de la Carretera Central sobre el río Cauto, a pocos kilómetros al norte de Bayamo, porque los primeros refuerzos podrían venir del regimiento de Holguín y luego del resto del país… Nosotros destinamos 40 hombres para tomar el cuartel de Bayamo...
—¿Cuál era el plan del ataque?
—La misión de mi grupo era tomar la jefatura del cuartel y aquello hubiera sido fácil. Dondequiera que enviamos a la gente, se tomó todo por sorpresa, una sorpresa total. El día que habíamos escogido, el 26 de julio, era de gran importancia, porque las fiestas de Santiago son el 25 de julio, día de carnaval.
«Yo disponía de 120 hombres, los divido en tres grupos, uno que iba delante para tomar la parte del hospital civil que colindaba con el fondo de las barracas del cuartel. Era el objetivo más seguro, y adonde envié al segundo jefe de la organización, Abel, un muchacho excelente, muy inteligente, ágil, audaz. Con él estaban las muchachas, Haydée y Melba, y también el médico Mario Muñoz, cuya misión era atender a nuestros heridos, que serían remitidos a ese punto. Al fondo había un muro que era excelente para dominar la parte trasera de los dormitorios del cuartel.
«El segundo grupo iba a tomar el edificio de la Audiencia, el Palacio de Justicia, de varios pisos, con un muchacho que iba de jefe. Con ellos estaba también Raúl, mi hermano. Lo habíamos reclutado e iba como combatiente de fila.
«Yo, con el tercer grupo, 90 hombres, tenía la misión de tomar la posta y el Estado Mayor con ocho o nueve hombres, y el resto ocuparía las barracas. Cuando yo me detuviera, se detendrían los demás carros frente a las barracas, los soldados iban a estar durmiendo y serían empujados hacia el patio trasero desde estas. El patio quedaba dominado por el edificio donde estaba Abel y por los que tomaron la Audiencia. Los soldados iban a estar en calzoncillos por lo menos, porque no habrían tenido tiempo ni para vestirse, ni tomar las armas. Eso no tenía solución, y todos nosotros disfrazados de sargentos, que era nuestra insignia».
—El ataque empieza a las 5:15. ¿Cómo se lleva a cabo?
—…Antes salieron los (carros) destinados a la azotea del hospital, al fondo del Moncada, y los que ocuparían la de la Audiencia, cuyos trayectos eran mayores que el nuestro. Mi grupo cuenta con diez o doce carros, va hacia la entrada principal del Moncada. Yo voy en el segundo, a una distancia de 100 metros, por la carretera de Siboney a Santiago. Estaba amaneciendo, y nosotros pensando en la sorpresa total, antes de la hora en que debían levantarse los soldados. Era julio, y el sol sale más temprano allá en Oriente. Así que ya nosotros llegamos de día. Hubo que atravesar un puente estrechito ya entrando en la ciudad, en fila, uno por uno, cada carro, eso nos retrasó algo.
«Aproximadamente cien metros delante, el primer carro avanza por la avenida Garzón, dobla a la derecha por una calle lateral en dirección a la entrada del cuartel, doblo yo, doblan otros carros.
«Van delante, en ese primer carro, la gente de Ramirito Valdés, Jesús Montané, Renato Guitart y otros. Montané se había ofrecido como voluntario para la misión de tomar la entrada. Voy en ese momento a 80 metros, la distancia conveniente para recorrerla con determinada velocidad en lo que ellos dominaban a los centinelas de la entrada del cuartel y quitaban las cadenas que impedían el paso de los carros hacia el interior de la instalación.
«El primer carro se detiene al llegar al objetivo, se bajan los hombres rápidamente para neutralizar a los centinelas y quitarles las armas. En ese momento es cuando veo, en la acera de la izquierda, más o menos a 20 metros delante de mi carro, una patrulla de dos soldados con ametralladoras Thompson.
«Ellos se dan cuenta de que algo ocurre en la posta de la entrada, a una distancia de 60 metros aproximadamente de ellos, y están como en posición de disparar sobre el grupo de Ramirito, Montané y los demás que habían desarmado ya a la posta. O así me pareció.
«En una fracción de segundo pasan dos ideas por mi mente: neutralizar aquella pareja que ponía en peligro a nuestros compañeros y ocupar sus armas. Cuando veo que los soldados apuntan hacia la entrada con sus ametralladoras, dándome la espalda, aminoro la velocidad del carro y me aproximo para capturarlos. En ese instante voy manejando, llevo empuñada la escopeta con la izquierda y una pistola en la mano derecha; estoy ya al lado de ellos, la puerta semiabierta; pretendía hacer dos cosas a la vez: evitar que dispararan a la gente de Ramirito y Montané, y ocupar las dos ametralladoras Thompson que portaban.
«Había otra forma de acción, que después comprendí perfectamente cuando tuve un poco más de conocimientos y experiencia: lo que debí hacer fue olvidarme de ellos y seguir. Si esos dos soldados veían un carro, otro carro y otros más avanzando rápido delante de ellos, no habrían disparado. Pero lo cierto es que trato de sorprenderlos y capturarlos por detrás. Estaría ya como a dos metros, se percatan por algún ruido, se viran, ven mi carro, y tal vez instintivamente apuntan sus armas hacia nosotros. Lanzo el carro, todavía en movimiento, contra ellos. Yo, que estaba ya con la puerta semiabierta, me bajo.
«La gente que está conmigo se baja rápido. El personal de los carros que vienen detrás hace lo mismo. Ellos creen que están dentro del cuartel. Su misión es tomar los dormitorios y empujar a los soldados hacia el patio del fondo; descalzos, en ropa interior, sin armas y semidormidos, los haríamos prisioneros».
—¿Qué es lo que no funciona entonces?
—La presencia de esa patrulla cosaca, originada al parecer por los carnavales, que iba y venía entre la entrada del cuartel y la avenida Garzón, era algo que desconocíamos y, por su proximidad a la posta de la entrada, nos creó graves trastornos. En el intento de neutralizar y desarmar la patrulla, lanzando finalmente el carro sobre ellos, todos nos bajamos con nuestras armas. Uno de los hombres que va conmigo, al bajarse del primer asiento por la derecha, hace un disparo, el primero que se escucha en aquel singular combate; muchos otros disparan. El tiroteo se generaliza. Las sirenas de alarma comienzan a rugir mezcladas con los disparos y a emitir infernal e incesante ruido. Todos los que van en los carros detrás de mí se bajan como estaba previsto y penetran en una edificación alargada, relativamente grande, con la misma arquitectura que las demás instalaciones militares del cuartel. Era nada menos que el Hospital Militar, y penetran en él confundiéndolo con el objetivo que debían ocupar.
—¿Un edificio que no era un objetivo de ustedes?
—El problema es que el combate que tiene que librarse dentro del cuartel, se entabla fuera del cuartel. Y en la confusión, unos toman un edificio que no era. Al bajarnos de los carros la patrulla cosaca desaparece. Entro de inmediato en el Hospital Militar para sacar al personal que equivocadamente ha penetrado en él. Habían llegado únicamente a la planta baja del edificio. Logro hacerlo con urgencia y rapidez.
«Casi puedo organizar de nuevo la caravana con seis o siete autos, porque, a pesar de todo, la posta que cuidaba la entrada del cuartel, estaba ya tomada.
«El grupo de Ramiro y Montané ha ocupado la posta y penetran de inmediato en la primera barraca dentro del cuartel. Van hacia el depósito de armas. Cuando llegan, se encuentran con la banda de música del Ejército, durmiendo todavía allí. Parece que las armas las habían retirado hacia el cuartel maestre. La situación era similar en las demás barracas, que no habrían podido reaccionar ante el sorpresivo ataque.
«Los de Abel, por su parte, habían tomado el edificio que debían ocupar. El grupo en el que va Raúl ya dominaba el Palacio de Justicia».
—Pero ya todos están disparando.
—Bueno, en esos primeros momentos los soldados están todavía vistiéndose, poniéndose los zapatos, moviéndose y organizándose, buscando sus armas, y solo las postas están todas disparando, aunque sea para hacer ruido. La Guardia Rural dormía en una de aquellas barracas, también junto al regimiento del ejército. Ellos no dormían con los fusiles al lado, ni tenían mando en los primeros momentos; algunos jefes del regimiento dormían en sus casas. Ninguno de los oficiales y clases ni la tropa del Moncada sabía lo que estaba pasando.
«El combate se libra fuera del cuartel, la enorme y decisiva ventaja de la sorpresa se había perdido.
«Entro, como le dije, en el edificio del hospital, logro sacar y montar otra vez un número reducido de compañeros en varios carros, con el propósito de llegar al Estado Mayor, cuando de repente uno de los autos que viene atrás nos pasa como un bólido por el lado, se acerca a la entrada del cuartel, retrocede con igual celeridad, y choca con mi propio carro… Entonces me bajo de nuevo.
«En aquellas adversas e inesperadas circunstancias, el resto de nuestra gente mostraba notable tenacidad y valentía. Se produjeron heroicas iniciativas individuales, pero ya no había forma de superar la situación creada. El combate andando, y una inevitable desorganización en nuestras filas.
«Hemos perdido el contacto con el grupo del carro que tomó la posta. Los de Abel y Raúl, con los cuales no tenemos comunicación, solo pueden guiarse por el ruido de los disparos, ya decreciente por nuestra parte, mientras el enemigo, recuperado ya de la sorpresa y organizado, defendía sus posiciones de quien las atacaba. El compañero Gildo Fleitas —ya le hablé de él—, con gran serenidad, estaba de pie en la esquina de un edificio próximo al punto donde chocamos con la patrulla cosaca, y observaba la desesperada situación creada. Hablé con él unos segundos.
«Fue la última vez que lo vi. Yo comprendía perfectamente casi desde los primeros momentos que no había ya posibilidad alguna de alcanzar el objetivo inicial. Tú puedes tomar un cuartel con un puñado de hombres si su guarnición está dormida, pero a un cuartel con más de mil soldados, despiertos y fuertemente armados, no era ya posible ocuparlo. Más que los disparos, recuerdo el ensordecedor y amargo ruido de las sirenas de alarma que dieron al traste con nuestro plan».
—Eso es ya misión imposible.
—El cuartel podía haber sido tomado con el plan elaborado. Si fuera a hacer de nuevo un plan para una misión como aquella, lo haría exactamente igual. Solo que, a partir de la experiencia vivida, no habríamos hecho el menor caso a la patrulla cosaca. Esas cosas pasan en fracción de segundos por la mente. La protección de los compañeros en peligro fue mi motivación principal.
—¿Cuándo decide usted ordenar el repliegue?
—El tiroteo continuaba con intensidad. Ya expliqué, con bastante detalle, lo ocurrido. Pero recordándolo todo francamente y con absoluta objetividad, pienso que no habían transcurrido 30 minutos o tal vez mucho menos cuando me resigné a la realidad de que el objetivo era ya imposible. Yo conocía más que nadie todos los detalles y elementos de juicio. Había concebido y elaborado con todos sus detalles el plan.
«Llega un momento en que comienzo a dar órdenes de retirada. ¿Qué hago? Estaba en medio de la calle, no lejos de la posta de entrada; tengo mi escopeta calibre 12, y en el techo de uno de los edificios principales del cuartel está emplazada una ametralladora pesada calibre 50 que podía barrer la calle, porque apuntaba directamente a ese punto.
«Un hombre trataba de manipularla, estaba al parecer solo, parecía un monito dando rápidos saltos y moviéndose para manipular el arma y disparar. Tuve que encargarme de él, mientras los hombres tomaban los carros y se retiraban. Cada vez que intentaba posesionarse del arma, le disparaba. Bueno, también yo estaba en un estado de ánimo que usted podrá imaginarse.
«Ya no se ve a nadie, ni un solo combatiente a pie. Me monto en el último carro, y después de estar dentro, a la derecha del asiento trasero, aparece un hombre de los nuestros, que ha llegado hasta el carro repleto y que se va a quedar a pie. Me bajo y le doy mi puesto. Le ordeno al carro que se retire. Y me quedé allí, en el medio de la calle, solo, solo, solo. Ocurren cosas inverosímiles en tales circunstancias. Allí estaba frente a la entrada del cuartel; es de suponer que en ese momento era absolutamente indiferente ante la muerte. A mí me rescata en ese momento un auto de los nuestros. No sé cómo ni por qué, un carro viene en dirección a mí, llega hasta donde estoy, y me recoge. Era un muchacho de Artemisa que, manejando un carro con varios compañeros dentro, entra donde estoy y me rescata…
«… El carro está lleno, le digo: “Vamos para El Caney.” Hay varios carros esperando en la avenida, a los que transmitimos la instrucción. Pero uno o dos que van delante no saben dónde está El Caney, y en vez de seguir recto por la avenida Garzón a través de Vista Alegre, giran hacia la derecha en dirección a Siboney. Eran tres o cuatro carros, el que me recogió era el segundo o tercero de la pequeña caravana.
«Yo conocía bien El Caney… Había allí un cuartel relativamente pequeño. Mi idea era llegar por sorpresa y tomarlo. Pensaba hacerlo para apoyar a los de Bayamo. No sabía lo que estaba pasando en Bayamo. Doy por supuesto que ellos han tomado aquel cuartel. Y era para mí en ese instante la preocupación principal. Pero ya nuestra gente ha sufrido un duro golpe y es difícil llevarla de nuevo a la acción».
—¿Qué hicieron los demás grupos?
—Del grupo que iba conmigo, al retirarnos no se ve a nadie más por ninguna parte. Después supimos que algunos, como Pedro Miret, se habían parapetado en algún punto. No se sabía ni había contacto con ellos.
«El grupo que toma el edificio del Palacio de Justicia se percata de lo que ha ocurrido y el jefe baja con su patrullita, en la cual estaba Raúl. A la salida hay un sargento con varios hombres, que los conmina a rendirse. El jefe del grupo entrega las armas y Raúl, que era soldado de fila, y los demás también las entregan; pero es en ese instante cuando Raúl salva a esta gente y se salva él. Actuó rápido, con mucha velocidad: ve que el sargento aquel anda con una pistola en la mano, temblando, entonces le arranca la pistola y hace prisioneros a los soldados; después se retiran. Se encontraban prisioneros y de súbito han capturado a quienes los tenían prisioneros; de lo contrario, les habría pasado lo mismo que a todos los demás: tortura y ejecución. Ellos, al retirarse, buscan por dónde escapar, cambiarse, moverse y después se dispersan».
—¿Ustedes habían previsto eso?
—No, nosotros no habíamos previsto aquello.
—¿No habían previsto algo para una eventual retirada?
—No, qué demonios vamos a prever algo. ¿Cómo se puede prever la retirada en una operación como aquella?
—Pero si algo fracasaba, ¿no habían previsto una solución de retirada?
—No, no. En un tipo de operación concebida como ya le expliqué. ¿cómo te vas a retirar si estás dentro del cuartel y no logras dominar la guarnición? Ellos tienen postas por todas las entradas o salidas posibles, ¿por dónde te vas a retirar?...
—¿Los de Abel, al ver todo esto, tratan de huir?
—No, se quedan allí, porque la gente del hospital trató de protegerlos.
«Todos los del hospital los apoyan, los disfrazan y tratan de protegerlos, cuando se hace evidente para ellos el fracaso y seguramente nos creían a todos muertos. Yo estaba tranquilo en relación con ellos, pues Abel conocía con toda precisión el plan. Mi preocupación instantánea cuando el carro llega a rescatarme fue cómo apoyar a la fuerza que atacó el cuartel de Bayamo».
—¿Cuántas bajas tuvieron ustedes?
—Hubo cinco muertos en combate y otros 56 que fueron asesinados. Los cinco muertos en combate son Gildo Fleitas, Flores Betancourt, Carmelo Noa, Renato Guitart y Pedro Marrero. Fueron casi todos los que venían en el primer carro, que se parapetaron en el primer edificio dentro del cuartel y habían tomado la posta de la entrada. Varios, sin embargo, lograron sobrevivir. Bueno, Gildo no era de ese grupo, porque Gildo estaba conmigo fuera mientras intentábamos poner de nuevo en marcha un grupo de carros para penetrar en el cuartel.
—Estaría usted tremendamente abatido por esa situación.
—En aquel momento sufría una amargura terrible por lo que había ocurrido. Pero estaba dispuesto a proseguir la lucha. (…) Sí, mi idea era tomar por una avenida que conduce directo a la carretera de El Caney, y éramos alrededor de 20 hombres. Pero el carro que va delante, le dije, se equivoca, toma a la derecha en dirección a Siboney. Ya no había manera de atajar aquel carro y hacer la operación de El Caney antes de que se dieran cuenta. Ya yo ahí no voy manejando, a mí me ha recogido otro carro.
—¿Usted regresa a la granjita?
—Sí, volvimos a la granjita de Siboney para reorganizarnos después del ataque. Varios carros habían regresado y allí me encuentro de todo: los que quieren seguir y otros que se están quitando la ropa. Los que iban guardando armas, gente herida, gente que no podía caminar, un cuadro triste.
«Yo llego allí y lo que hago es convencer a un grupo, y me voy con 19 hombres hacia las montañas. Ya no pude darle apoyo a la gente de Bayamo. No me iba a entregar, ni a rendir, o algo parecido, no tenía ni sentido, no ya porque te fueran a matar sino porque la idea de rendirse no cabía dentro de nuestra concepción».