Bordar la lealtad
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Las humildes hermanas habaneras Lucía Lucinda y Raquel Betancourt Montenegro, a los 13 y 12 años, respectivamente, aprendieron a bordar con máquina y aro, gracias al empeño de una señora llamada Josefina, de cuyo apellido ellas ya no se acuerdan. No presentían entonces que ese oficio las haría protagonistas de una tarea apasionante.
En 1960 estas hermanas entraron sin saberlo a la historia de Cuba, porque empezaron a garantizar el bordado de los grados militares que llevaría en sus hombros el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz al frente del país y la Revolución. Lucía Lucinda bordaba y Raquel la apoyaba y acompañaba en todo lo necesario para cumplir bien esa encomienda.
Lucía Lucinda tenía que mantener en secreto su labor como bordadora del Jefe de la Revolución Cubana, y por eso pasó a ser «Dinorah», seudónimo que ella, sanamente orgullosa, sigue aceptando con honor todavía.
Antes de hablarnos de cómo acometieron el discreto encargo, las dos hermanas —sobre todo Raquel, que es una suerte de historiadora, sicóloga y ayudante de su hermana— nos pide que digamos que sufrieron tempranamente la pérdida de tres hermanos, el desequilibrio mental de su madre y la muerte de su padre, «por culpa del capitalismo».
—Dinorah, ¿cuál fue su primer trabajo como bordadora?
—Bordé en La Habana, de 1950 a 1959, para los dueños de la firma Arará y Granda, situada en la calle Villegas, que eran vendedores de pañuelos de caballeros y corbatas. Mi hermana y yo éramos bordadoras de aquel taller, de seis de la mañana a 11 de la noche, por solo unos centavos al día. Nuestra madre traía y llevaba los bordados que hacíamos.
«Después de 1959 empecé a trabajar con ropa de canastilla en un taller de confecciones de la industria ligera, ubicado en 23 y 24, en El Vedado».
—¿Cómo empezó a bordar los grados del Comandante?
—Fueron al trabajo mío, preguntaron por una bordadora capaz de hacerlo bien y alguien dio mi nombre y mi dirección. Vinieron a mi casa. En 1960, sin que nadie lo supiera, bordaba la estrella blanca sobre el rombo rojinegro del 26 de Julio. Y cuando me jubilé, a los 55 años de edad, en 1986, empecé en mi propia casa a bordar los nuevos grados del Comandante, más bellos todavía, con las dos ramitas amarillas de laurel y de olivo.
—¿Con qué técnica?
—Con una máquina, el aro, tres tipos de puntadas, y mucha exactitud, responsabilidad, disciplina y paciencia.
—¿Por una muestra no se podían hacer las demás?
—No, las insignias se hacían independientes unas de las otras. Fidel usaba dos en su chaqueta, y debajo otras dos en una camisa verde olivo de hilo: eran cuatro bordados cada vez que los necesitaba.
—¿Cada qué tiempo les pedían estos trabajos?
—A veces con cierta premura, si él tenía recorrido era lógico que yo tuviera que bordar con una mayor presión y producir una reserva.
Raquel recuerda que su hermana, aunque tuviera fiebre, catarro y se sintiera mal, nunca dejaba de cumplir esa tarea, a veces de un día para otro. Ella bordaba hasta la madrugada.
«Pero un día Dinorah se enfermó de conjuntivitis —cuenta Raquel— y estaba desesperada, porque no podía bordar así. Me decía: “Ay, mi madre, no puedo hacer el bordado. Qué va a pasar ahora”. Y yo la animaba: “No va a pasar nada, él no se va a dar cuenta de eso ni se va a poner bravo”. Y resulta que según nos hizo saber una compañera después, el Comandante al ver su camisa y su chaqueta, que habían tenido que llevárselas a otra persona, notó algo diferente al vestir y dijo que esos grados no se los había bordado Dinorah».
Raquel no olvida el día en que alguien en el centro de trabajo de Dinorah se atrevió a decir que esa labor que ella realizaba rompía el flujo de producción del taller y que su hermana, completamente indignada, le respondió con fuerza: «Mire, mientras yo tenga salud, vida y vista, los grados del Jefe de la Revolución los bordo yo».
—¿Qué tiempo le llevaba en condiciones normales un bordado?, le pregunto a Dinorah.
—Hacer dos, cuatro horas, pero habitualmente hacía cuatro. Eran ocho horas. Y todos quedaban igualitos.
—¿Tuvo la posibilidad de hablar alguna vez con Fidel?
—Sí, en una ocasión: el martes 27 de diciembre de 1994, en el Salón de Recepciones del Palacio de la Revolución, cuando me entregó un diploma firmado por él. Se lo concedió, además, a 49 trabajadores del Consejo de Estado con más de 30 años de servicios. Fidel me hizo entrega del Diploma. Yo laboraba por entonces en el área de Asuntos Especiales de ese órgano.
—¿Qué memorias le acompañan de aquel encuentro?
—Recuerdo que me acerqué a él y le dije: «Ay, Comandante, mi hermana Raquel y yo le vamos a ser fieles hasta el fin de nuestras vidas». Le pedí una foto. Me dio su mano derecha primero y, sosteniéndola así, puso también su mano izquierda, las dos, sobre la mía y antes de irse, me dijo: «Dinorah, ¡la foto va!». Y la foto fue.