MONCADA: Cadáveres amados
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Otra historia llena de altruismo y coraje siguió a la hombrada del 26 de julio de 1953, con el fin de rescatar del anonimato y la desaparición a los restos de los mártires
La recogida de los muertos luego del asalto al cuartel Moncada se realizó en dos etapas. El ejército se encargó de los suyos apenas concluyó la balacera; en tanto los cuerpos de 33 atacantes fueron retirados pasadas varias horas, tras ser exhibidos en los pasillos y jardines de la instalación, en infame montaje del coronel Alberto del Río Chaviano -a la sazón jefe del regimiento- y sus compinches, para hacer creer a la opinión pública que habían caído en combate.
Los cadáveres de los revolucionarios, lacerados y ya en estado de descomposición, fueron introducidos en cajas de madera de muy mala clase, sin forro ni pintura, y remitidos al necrocomio municipal. El traslado masivo se realizó próximo a las cuatro de la tarde del 27 de julio de 1953, en una rastra bajo custodia armada; incluso con soldados sentados encima de los ataúdes.
Dos cadáveres no viajaron en esa caravana, los de Renato Guitart Rosell -miembro de la dirección del Movimiento y único residente en la urbe-, que fue exigido por sus familiares, y el del doctor Mario Muñoz Monroy, reclamado por el Colegio Médico de Santiago. No obstante, tampoco tuvieron velorio, y los carros de la funeraria Bartolomé debieron trasladarlos urgentemente al cementerio.
El cortejo tuvo un itinerario directo: salió del cuartel a la Carretera Central y bajó el Paseo de Martí hasta los confines del cementerio de Santa Ifigenia. Allí los gendarmes descargaron el transporte sin respeto ni cuidado, arrojaron los rústicos cajones desde lo alto, por lo que algunos cuerpos quedaron regados tras el impacto con el suelo.
Los forenses prescindieron de las autopsias pues a simple vista determinaron que las heridas eran mortales por necesidad. Sin embargo, en sus informes reflejaron el destrozo de los cuerpos como consecuencia de las contusiones y torturas, así como la presencia de ropas intactas encima de otras ensangrentadas y raídas. Los certificados se alzaron como contundente evidencia de los asesinatos perpetrados contra prisioneros, en su mayoría integrantes del grupo liderado por Abel Santamaría, que tomó el Hospital Civil.
Cumplido el examen, a todos se les dio sepultura. Enseguida la dictadura intentó ocultar los horrendos crímenes de la soldadesca endemoniada y desaparecer los restos, para que no se convirtieran en objeto de peregrinación y afecto.
En el patio N
Aquella mañana de la Santa Ana, como muchos santiagueros, René Guitart despertó tras percibir un intenso tiroteo. Subió al cuarto de su hijo y al no verlo se preocupó. Horas después recibía la peor noticia de su vida: Renato yacía inerte al fondo del Hospital Militar, junto a otros cuatro compañeros.
La presencia del desconsolado padre en la morgue de la necrópolis coincidió con el dantesco instante en que desmontaban las cajas. Resuelto, pensó en la necesidad de averiguar el destino de los cuerpos y mientras terminaba los trámites para dar último descanso a su primogénito solicitó al sepulturero Pablo Lavadí, conocido suyo, que grabara en su memoria el sitio donde serían ubicados.
Le pidió, además, que tratara de identificar entre ellos a Abel. Unos guardias contribuyeron con sus comentarios a resolver su inquietud, al concentrarse en torno a una caja e insinuar que ese cadáver, con la cavidad del ojo hundida, correspondía al segundo jefe de la acción. René, quien había visto al joven en compañía de Renato varias veces, se acercó y lo corroboró. Así lo hizo saber al enterrador y le dijo que lo colocara arriba, de modo que se facilitara su hallazgo en la exhumación.
El marcado con la letra N era un patio común, reservado a los más pobres, situado casi al final del camposanto y lindante con el basurero de la ciudad. Ese fue el espacio destinado para recibir en plena tierra, una caja sobre otra, a los restos sagrados; distribuidos en seis fosas con cuatro cadáveres cada una, y tres con tres. El entierro comenzó el 28, en la mañana.
Apenas se supo la verdad de lo ocurrido la población se solidarizó con los protagonistas de la gesta. Muchos brazos se abrieron para acoger a los sobrevivientes, en tanto otras acciones se dispusieron en homenaje a los caídos. Así, en el área del patio N, a pesar de la vigilancia militar, fueron apareciendo cada vez más flores, dejadas por manos anónimas y simpatizantes del ejemplo dado por los muchachos.
Incluso, cuando más brutal era la represión batistiana, Gloria Cuadras encabezó un movimiento popular que se consagró a la atención de las nueve fosas. Antes, su esposo y compañero de luchas, Amaro Iglesias, fue el solitario y silencioso acompañante del macabro sepelio. En el carro de reparto de víveres del establecimiento donde trabajaba, siguió a prudencial distancia la rastra hasta la puerta del cementerio.
Ya sepultados los héroes, la destacada luchadora y periodista concurrió junto a otros compañeros para interesarse por el lugar. Cuando le indicaron el punto exacto notó que la superficie había sido allanada, como para borrar la huella de las excavaciones.
En su misión de recabar colaboradores, conoció a Juan Castelnaux días después. Le encargó velar por las fosas y construir un cuadro de madera sobre cada una. El siguiente paso fue ir al aserrío situado en Martí y San Antonio, en busca de los materiales necesarios para dichos menesteres. Allí el copropietario, Gelo Rams, pese a hacer notar el peligro que entrañaba el asunto, le regaló la madera requerida.
Con la materia prima a disposición, Castelnaux puso manos a la obra. Apenas había iniciado se presentaron los agentes del SIM, destruyeron a patadas lo que había hecho y lo apresaron. Ya Gloria le había alertado que si eso sucedía la responsabilizara de todo. Varias veces los represores echaron abajo las armazones, pero siempre se reconstruyeron.
Las represalias se centraron entonces en la matrona. Al ser detenida encaró a los captores diciéndoles decidida que custodiaba esas tumbas por su condición de cubana y porque se solidarizaba con las madres de los muertos. Los esbirros no molestaron en lo sucesivo, aunque continuaron vigilantes. Despejado el camino, Castelnaux prosiguió el trabajo, pintó de gris las estructuras, las mantuvo siempre limpias, y a cada cruz agregó una tablita con letras negras que señalaban el número de la fosa y la cantidad de cadáveres dentro.
Operación rescate
En 1955, al cumplirse los dos años del entierro, llegó el tiempo de la exhumación reglamentaria. Por confidencia de un propio integrante del ejército supo René Guitart que el Chacal -como se le llamaba a Chaviano en Oriente- pretendía lanzar los restos al osario general, para eliminar definitivamente las tumbas que tantos problemas causaban al gobierno. Nunca debió imaginarse Guitart que a sus 56 años iba a protagonizar un proyecto tan osado, dirigido a rescatar todos los restos -los de Santa Ifigenia y los otros que habían sido enterrados en el poblado de El Caney- para legarlos al panteón eterno de la patria.
La temeraria maniobra comenzó el 3 de diciembre, cuando René compró tres terrenos (fosas 18,19 y 20) en el patio X, hilera 4, desde donde se divisaba el mausoleo de José Martí. Al escoger esa parcela cumplía la solicitud que le hiciera su hijo en una ocasión.
Luego de verificar en detalles el plan diseñado personalmente para la sustracción de los huesos, Guitart consiguió la cooperación de los administradores del cementerio. Allí llegó en el carro de alquiler de un chofer amigo apodado Virulilla, uno de los últimos días de diciembre -la fecha exacta no fue registrada por los involucrados-, a las cuatro de la mañana, y entró saltando un muro.
Del otro lado lo esperaba Lavadí. Este, considerando peligroso aumentar el número de hombres, solo optó por el Chino, compañero de absoluta confianza, para llevar a cabo la intensa tarea. Guardadas tenían ya la treintena de cajitas de zinc confeccionadas en la hojalatería La Milagrosa, del revolucionario Antonio Jacas.
Esa madrugada se logró limpiar cuatro tumbas, y a la jornada siguiente completaron la exhumación y el traslado sigiloso de las osamentas a la nueva bóveda. Los propios sepultureros fundieron encima una placa de concreto y cabillas. A los pocos días se colocó la lápida con su cruz contratada a la marmolería Prieto, que pese a los riesgos se comprometió a instalarla.
Una semana después, Guitart exhumó legalmente los restos de su hijo, que hasta ese momento habían permanecido en el panteón de la familia materna, y los depositó junto a los de sus compañeros.
Reseña la periodista Marta Rojas en su clásico La Generación del Centenario en el juicio del Moncada, que culminado el trabajo René llevó 500 pesos a Lavadí e igual suma para su colega de faenas, en agradecimiento por sus servicios. “No me haga esto, Guitart, porque todo lo hicimos con el corazón y usted me está ofendiendo con ese dinero. Al Chino nada, y a mí tampoco, nosotros nos sentimos orgullosos de haber enterrado a esos muchachos que fueron tan valientes”, contestó aquel obrero humilde que apenas ganaba 60 pesos al mes y que junto a su compañero había asumido riesgo de muerte, al cumplir la audaz encomienda.
Flores también en El Caney
Otra batalla clandestina se libró para salvar del olvido a los inhumados en el cementerio de El Caney, que habían aparecido ultimados, luego del asalto, en diferentes parajes de la zona de Siboney. Aunque los sepultados en el vecino poblado sumaron 19, en realidad los combatientes fueron 17; los otros cadáveres eran de víctimas civiles. La inexactitud numérica ha sido usualmente repetida, incluso en la bibliografía especializada.
Aunque Guitart deseaba llevarlos para Santa Ifigenia, no pudo hacerlo, pues el ejército lo sabía y estaba al acecho. Para evitar otra peripecia que pudiera traer consecuencias graves para aquellas sepulturas devenidas monumentos patrios, se decidió levantarles allí tumba propia.
La operación se realizó en los primeros días de enero de 1956, sin permiso y con discreción similar a la anterior. Una vez hechas las coordinaciones con dos sepultureros, Guitart se presentó con las 19 cajitas de zinc. La labor se realizó aprovechando la puerta cerrada del camposanto y duró hasta las seis de la tarde.
Allí, al momento del entierro, los cadáveres fueron ubicados por separado, en dos largas hileras. Ninguna cruz u otro tipo de señal marcaban el sitio que estaba tapado por hierbas. Durante la exhumación solo pudieron ser identificados Marcos Martí y Boris Luis Santa Coloma, por datos que aportaron las respectivas familias.
Finalmente quedaron depositados en la pequeña bóveda erigida en el cuarto patio, con lápida de granito, cruz y jardinera. Eran dos metros cuadrados de terreno que había adquirido Benigno Santamaría -padre de Abel y Haydée-, usando como mediador al abogado Rubén Alonso, radicado en la localidad y quien desempeñó un papel decisivo mientras duró aquel proceso.
Todos en una gran tumba
Según el acucioso investigador José Leiva Mestres, además de los inhumados en Santa Ifigenia (33) y en El Caney (17), otros cadáveres quedaron dispersos por la antigua provincia de Oriente. En Bayamo, cinco; en Veguitas, cinco; y en Maffo, uno. Sumados: 61 mártires.
En la Ciudad Monumento, también escenario de los acontecimientos, el ortodoxo Roberto Arnaldo Paneque habló con el enterrador conocido por Chango para que se ocupara de localizar los muertos del asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes. Luego compró dos terrenos donde reposaban estos y junto a otros allegados iban cada domingo para limpiar las tumbas y sembrarles flores.
Al pequeño cementerio de Maffo, en Contramaestre, fue llevado el cuerpo sin vida del artemiseño Gregorio Careaga Medina. A instancias de su hermano Orlando (el Olo de la guerrilla boliviana), la joven Isela Tamayo Pantoja pudo convencer a los uniformados para que la dejaran entrar. Halló al moncadista dentro del ataúd, le lavó la cara y abotonó la camisa. Desde ese 28 de julio en el sencillo nicho nunca faltaron rosas blancas.
En su Manifiesto a la nación, el 12 de diciembre de 1953, Fidel expresaba: “Espero que algún día en la patria libre se recorran los campos del indómito Oriente, recogiendo los huesos heroicos de nuestros compañeros para juntarlos todos en una gran tumba, junto a la del Apóstol, como mártires que son del centenario y cuyo epitafio sea un pensamiento de Martí: Ningún mártir muere en vano […]”.
El anhelo se cumplió al triunfar la Revolución, pero no hubiera sido posible sin el denuedo de hombres y mujeres que en desafío al régimen burlaron las represalias, y a manera de guardia juramentada asumieron la misión de salvar aquellos restos sagrados para la posteridad, para honra de todo un pueblo.
Fuentes consultadas: Rescate de Honor, Jorge Renato Ibarra Guitart; La Generación del Centenario en el juicio del Moncada, Marta Rojas; Después del asalto al muro, Ángel L. Beltrán; y el artículo “Gregorio Careaga Medina: un mártir del asalto al Moncada en Contramaestre”, por Ángel del Toro, en citaconangel.blogspot.com