Fidel y El Vaquerito en la memoria
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Para el joven Roberto Rodríguez la Sierra Maestra era sinónimo de Fidel. Lo único que sabía era que allí había un grupo de barbudos, con una especie de deidad al frente, que luchaban por cambiar la situación del país y por esa razón decidió irse al encuentro de tal aventura, que luego se convirtió en historia y más tarde en leyenda. Él también sufrió las metamorfosis de la epopeya, pues llegó como un joven trotamundo y partió hacia la posteridad como un capitán invencible, jefe de un Pelotón Suicida.
«Yo vi a Roberto por primera vez cuando acababa de llegar a la Sierra Maestra –me dijo Celia Sánchez en una de las entrevistas que le realicé en la Oficina de Asuntos Históricos, para el libro que entonces escribía, El jefe del Pelotón Suicida–. Llegó con otro compañero, ambos desarmados y extenuados. Andaba sin zapatos y con una camisa a cuadros.
Los únicos zapatos que existían en aquel momento eran unas boticas mexicanas grabadas en blanco que yo tenía. Se las entregué y le quedaron ajustadas. Sus pies eran pequeños como su estatura».
Después de una larga entrevista con el Che, la que bastó para que este se diera cuenta de que estaba frente a un soñador, un futuro héroe de libros de lectura, Fidel lo recibió. El primer intercambio de Roberto Rodríguez con el jefe de la Revolución fue muy simpático. Asegura Rolando Fundora –su compañero de aventuras en el ascenso a la Sierra–, que «al verle una cajetilla de cigarros suaves en el bolsillo de su camisa se lamentó de que tenía muchos deseos de fumar. Yo me quedé pasmado ante aquella ligereza de Roberto y llegué a pensar que nos iban a echar de allí por locos, pero a Fidel le causó gracia y lo que hizo fue que le regaló la cajetilla completa».
En el momento en que llega Roberto Rodríguez a la Sierra —25 de abril de 1957—, la mayor necesidad del Ejército Rebelde era de armamento, es por ello que Fidel lo primero que le preguntó fue qué tipo de arma traía. Desde luego la respuesta fue negativa. Sin pensarlo, Fidel se negó rotundamente a aceptarlo en las filas rebeldes y argumentó que con las manos no se podía enfrentar al enemigo, que el Movimiento 26 de Julio tenía órdenes bien precisas de no enviar a nadie sin armas.
–Comandante –le dijo Roberto–, pero es que a nosotros no nos mandó nadie, vinimos por nuestra voluntad, y usted no puede imaginarse los trabajos que hemos pasado durante más de un mes para llegar hasta aquí...
Fidel escuchaba en silencio sus argumentos. En eso llegó Celia e intercedió. Reproduzco textualmente lo que expresó al respecto en una de las entrevistas que sostuve con la heroína. «Fidel no lo quería aceptar y había que verlo argumentando el porqué debería quedarse en la Sierra. Parecía un abogado exponiendo sus criterios. A Fidel le causó admiración y gracia cuando lo oyó hablar de esa forma, y por fin aceptó que se quedara en las filas del Ejército Rebelde. De ahí en adelante lo llamaríamos Vaquerito, por la camisa a cuadros y las boticas mexicanas que le había regalado; parecía verdaderamente un vaquerito».
A partir de aquel momento dejó de existir Roberto y nació El Vaquerito, soldado de una revolución insospechada entonces, miembro de la escuadra No. 14 de la Columna 1, comandada por Fidel Castro Ruz.
«Cumplía muchas misiones en el llano —apunta Celia Sánchez en la obra El jefe del Pelotón Suicida—. Fidel lo mandaba como mensajero. Este tipo de misión se le encomendó bastante porque las cumplía con esmerada precisión: era una esponja, todo lo captaba. A veces recibíamos noticias o versiones de algo y El Vaquerito nos decía que no era así, que era de otra forma, y nos lo contaba tal y como había sucedido. El caso es que siempre nos ofrecía datos muy precisos y certeros.
«Cuando El Vaquerito salía a cumplir una misión, Fidel lo esperaba ansiosamente. A su regreso, esa noche no se dormía.
Por lo menos Fidel no dormía conversando con él: le hacía muchas preguntas, y cuando no tenía qué preguntarle sobre la misión que había acabado de cumplir, le pedía que le contara cosas de su vida pasada. Ahí mismo El Vaquerito le decía que había sido vendedor de pulimentos de muebles, que los fabricaba él mismo, que hacía esto, lo otro... A Fidel le gustaba oírlo hablar porque era muy ameno en la conversación, además, muy simpático. En cierta oportunidad regresó de una misión con un fusil en su poder. Fidel se lo pidió y le argumentó que con qué peleaba él. Entonces Fidel le dijo que fuera donde estaba el Che y le pidiera un fusil porque ese que había traído hacía falta para otro compañero que iba a realizar una misión».
Cuando El Vaquerito se enteró de que dos columnas iban a salir de la Sierra a invadir el occidente, le pidió al Che que lo dejara ir con él. El Che le respondió que por su parte no había inconvenientes, pero que le pidiera autorización a Fidel ya que él era miembro de su columna. Se presentó ante Fidel y le dijo que quería ir en la invasión aunque fuera de soldado (ya era teniente). Fidel indagó el por qué de tal decisión, más por la curiosidad de escuchar sus explicaciones, que por otra cosa. El Vaquerito le dijo muy seriamente que le gustaba más combatir en las ciudades porque uno veía al enemigo más de cerca, se podía meter en los cuarteles… como en las películas. Lo que no imaginaron Fidel ni el propio Vaquerito, fue que en aquella conversación de urgencia surgió por vez primera el germen de lo que después sería el glorioso Pelotón Suicida.
Muchos años después, justamente el 6 de noviembre de 1998, El Vaquerito y Fidel «volvieron a encontrarse». Sucedió cuando le entregué al Comandante, en una de las sesiones del VI Congreso de la Uneac, mi libro sobre la vida de este héroe. Me tendió su mano, yo la tomé en mi diestra y lo saludé como en un sueño. Recuerdo el detalle de la delicadeza de su piel: era suave como una tela de cebolla, y sus dedos se me antojaron como los de un pianista consagrado.
–¿Entrevistaste a Celia? –me preguntó.
–Sí. Tuvimos tres encuentros.
–¿Ella fue la que te dio los datos de los primeros tiempos del Vaquerito en la Sierra?
–Sí, Comandante. Trabajamos en su Oficina de Asuntos Históricos y me ayudó mucho.
–Entonces está bien. Ella era muy meticulosa para atesorar los documentos.
Mientras conversábamos, El Vaquerito, con su Garand al hombro, desde la cubierta del libro, miraba a su primer y eterno jefe como pidiéndole una nueva orden; Fidel, con su talante de guerrillero invencible, contemplaba la imagen del Vaquerito entre sus manos y nadie, nadie jamás sabrá cuántos recuerdos le vinieron de golpe a su memoria.