Para merecer decir “¡Somos Fidel!”
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En la Plaza de la Revolución José Martí, el pasado 29 de noviembre, mientras se le rendía homenaje multitudinario al líder fallecido cuatro días antes, Nicolás Maduro contó que, pocos años atrás, en medio de una conversación premonitoria en muchos sentidos, Fidel les dijo a él y a Evo Morales: “Yo hice ya mi parte. Ahora les toca a ustedes”. Más allá y más acá de esos dos políticos sudamericanos formados sobre sus propias raíces nacionales y culturales, y en la estela emancipadora que inició la Revolución Cubana, el reclamo del Comandante en Jefe puede tomarse como dirigido en especial a su propio pueblo, que debe leerlo también así: “Ahora les toca, les sigue tocando a ustedes, mucho más aún que hasta el presente”.
El ejemplo de Fidel tiene toda la fuerza necesaria para continuar siendo, a despecho de la muerte, un vigía guiador de la patria. Hasta el preciso instante en que fue inhumado, y sin que se pueda hablar de ello como de una acción pasada o ya interrumpida, estuvo brindándole aportes fundamentales a su patria, al empeño revolucionario que él encabezó para liberarla, para que nunca más vuelva a ser presa de colonizadores, imperialistas y opresores externos o vernáculos de ninguna índole.
Antes de que se depositaran sus cenizas en un mausoleo cuya austeridad es asimismo un digno tributo a su memoria, a su presencia, el último de sus aportes fue la revelación de un hecho fundamental: en el seno de su pueblo —de la mayoría de sus compatriotas, aunque esa la realidad va más lejos aún— hay reservas de patriotismo y vocación revolucionaria que la propaganda enemiga, y acaso cierta inercia intestina, o los agotamientos causados por una vida cotidiana poco amable, podían hacer suponer que menguaban. Tal revelación confirmó la existencia de una extraordinaria riqueza útil con vistas a realizar lo mucho que falta por hacer.
Para hacerse entender mejor, si no fuera porque tal expresión, signada por la herencia de la contabilidad pragmática, le desagrada en la médula, este articulista diría que esa revelación encarna un inmenso capital humano. Pero, al margen de la expresión que se prefiera usar o se desestime, lo que Fidel aportó hasta el final de su tránsito físico no se debe tomar como un cheque sin fondo. Es un préstamo generoso, sí, pero dignamente comprometedor, y se ha de aprovechar plena, honrada, inteligentemente para garantizar algo de lo que sería muy costoso que el pueblo cubano se viese privado: la supervivencia de su guía, un guía insustituible, aunque sus cargos —con nombres iguales o diferentes— sean y deban ser ocupados por otras personas.
Aunque no quiere el autor de estos apuntes repetir lo contenido en “Fi(d)eles a su ejemplo”, que circula en distintos medios, no eludirá reiterar sintéticamente lo que allí glosó del general de ejército Raúl Castro Ruz: únicamente un equipo de trabajo podría dar continuidad a la brega que protagonizó un líder cuya autoridad no volverá a tener nadie en Cuba. En esa realidad se inscribe en la decisión colectiva que el pueblo ha proclamado ante la pérdida del líder: “¡Yo soy Fidel!”, o “¡Somos Fidel!”, gritos que a su vez demandan meditación.
La permanente y lúcida participación a que está llamada la sociedad cubana para realizar su destino y salvaguardar su consistencia política y ética debe ser, mucho más todavía que el necesario condicionamiento de la autoridad de quienes a partir de ahora tengan la misión de orientarla, una fuerza impulsora que asegure la buena marcha del país. La periodista María Victoria Valdés Rodda publicó por estos días en Bohemia Digital un artículo sobre “los tres regalos y las tres lecciones” que ella recibió en encuentros con Fidel. Todos son de interés, pero quizás ninguno más que el primero, ocurrido cuando ella tenía diez años.
Hija de Raúl Valdés Vivó, entonces embajador de Cuba en el Vietnam que le daba al mundo el ejemplo de su resistencia, al cabo vencedora, contra la criminal agresión de los Estados Unidos, la niña presenció la visita del Comandante a la Embajada cubana en aquel país. Para ilustrar la idea que aquí se intenta plasmar basta decir que en un momento el Comandante que venía de un recorrido intenso, arduo y peligroso, cruzó las piernas y, en busca del descanso necesario, las puso “sobre la mesa de la salita”. En ese momento María Victoria Rodda, madre de la niña, “a pesar del amor que le profesaba al líder de la Revolución Cubana”, dejó ver —“el ceño fruncido y la mirada dura”—, su disgusto, y el Comandante no tardó en bajar los pies de la mesa.
No se quedó en eso el líder. La testimoniante recuerda que él, antes de marcharse, la llamó y “en un susurro” le dijo: “Haz caso a lo que dice mamá. Ella tiene razón”, y que ese día aprendió ella una lección vital: “la importancia de los detalles”. Los hechos, incluida la humildad del líder que reaccionó como lo hizo ante el disgusto apenas insinuado por aquella mujer que ya tampoco existe, confirma además la importancia de que los gobernantes tengan ante sí como complemento —no es necesario siquiera hablar de contrapartes o contrapesos— la resolución, la sinceridad y, llegada la hora, el coraje del pueblo que les haga saber si han puesto los pies sobre la mesa, si han hecho algo que no es lo mejor, o que resulta incorrecto.
Esa actitud será también un deber de la sociedad cubana, de su mayoría revolucionaria, en primer lugar, para mantener vivo y en la mejor capacidad de influjo el ejemplo del Comandante. Ello hacer pensar una vez más en el grito antes citado, según el cual todos, al menos la aludida mayoría, somos Fidel. Otro similar, “¡Seremos con el Che!”, suscitaba la preocupación, entre otras personas, de una heroína que pensaba en hechos tan inevitables como que no todos los niños y las niñas que repetían y aún repiten esa consigna terminarían siendo personas adultas seguidoras, en su conducta diaria, del ejemplo del Guerrillero Heroico. Pero el lema continúa siendo válido como expresión de un desiderátum, de una meta a la que sería lamentable, para no decir más, renunciar.
De igual modo, proclamar “¡Yo soy Fidel!” se legitima solamente si de veras expresa la decisión de seguir su ejemplo, de luchar para hacer realidad los sueños que él abrazó creativamente guiado por las lecciones de José Martí y los reclamos de la realidad. Ello supone un esfuerzo permanente y eficaz para erradicar debilidades que se expresan en la mala actitud ante el trabajo, la corrupción y la indisciplina social; alcanzar la eficiencia económica indispensable y poner coto al afán de éxitos egoístas propalado como norma de vida por la maquinaria cultural del capitalismo, a la que sería ingenuo negarle efectividad: diariamente se anota en el mundo victorias fácticas que mellan la condición humana.
El Comandante, su ejemplo, merecía y merece que en sus honras fúnebres el pueblo dijera, como expresión de voluntad revolucionaria: “¡Somos Fidel!”. Pero a partir de ahora le toca al mismo pueblo demostrar, con hechos, que merece repetir ese lema, y no permitir que pare en una consigna sin sustancia y carente de los efectos transformadores que la Revolución necesita para no dejar de serlo.
Ni siquiera es solo cuestión de callarles la boca a los aspirantes a oráculos que andan por el planeta, a veces haciendo uso de su condición de otrora revolucionarios, difundiendo pronósticos como aquel que se creyó gurú y carga con el fracaso de haber vaticinado hace un montón de años ya la hora final de Fidel Castro. Lo que nos convoca es asegurar la marcha de una obra revolucionaria que no responde a la medida de pragmáticos, corruptos, acomodados y burócratas incapaces —o capaces de actuar mal—, aunque unos y otros puedan haberle hecho ya no poco daño.
Hasta ahora se han estrellado contra la realidad quienes han vaticinado la desaparición de la Cuba revolucionaria tras la muerte del líder y el tránsito de la denominada “generación de los históricos”, como si hubiera ser humano en este mundo que no estuviera insertado en la historia. Cuando en 2006 el Comandante se enfermó, algunos buitres se apresuraron a darse a conocer sin máscaras y celebraron su muerte. Otros, más “científicos” y “elegantes”, reforzaron la práctica de sembrar insidias y dieron su vaticinio sobre una supuesta “Cuba poscatro”. Entonces el dibujante Ares, que sabe tanto de artes visuales como de la mente humana —es siquiatra de formación—, en respuesta a tales “profetas” creó un cartel que reproduce con sesgo de infinitud, como representación de Cuba, la imagen de Fidel combatiente.
La obra gráfica, que por su propósito inmediato asumió como título contestatario aquel vaticinio, va siendo o pudiera ser rebautizada de distintos modos, que en esencia hablarían o hablan de una Cuba con Fidel multiplicado. La fortuna contenida en la revelación de fuerza patriótica y revolucionaria que la muerte del Comandante en Jefe ofreció al mundo, no se debe dilapidar ni dejar que se disipe en la inercia, en la pasividad, en la resignación a defectos que pudieran destruir la Revolución desde dentro, como él mismo afirmó en el Aula Magna de la Universidad de La Habana el 17 de noviembre de 2005. Solamente conjurando e imposibilitando la consumación de ese peligro se hará realidad el grito que se sostiene como acto de fe y de certidumbre revolucionarias: “¡Viva Fidel!”.