Fidel y los niños de Quang Tri
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En un texto sobre su visita a Vietnam en 1973, Fidel contó que, al quedar a solas con él, su anfitrión Pham Van Dong, entonces primer ministro, comenzó a llorar. «Excúseme —le dijo el curtido combatiente—, pero pienso en los millones de jóvenes que han muerto en esta lucha», y el líder cubano percibió, en las lágrimas de otro héroe, cuán dura había sido aquella contienda.
Ya un respetado Comandante, avezado guerrillero, amigo de largo abrazo, Fidel fue el primer Jefe de Estado que visitó el lejano país en pleno conflicto bélico y llegó a Quang Tri, zona liberada del Sur, traspasando a puro coraje el Paralelo 17 para encontrarse con los patriotas del Ejército de Liberación Nacional y palpar las heridas de aquella guerra.
La suya fue una travesía de símbolos. Justo detrás del Palacio Presidencial en el que el amado presidente vietnamita declinó vivir, Fidel conoció la modesta cabaña de Ho Chi Minh —el guía que nació cinco años antes de que cayera nuestro Martí, un 19 de mayo— y recibió el sello de combatiente de Dien Bien Phu de las mismas manos que en 1954 condujeron esa batalla crucial contra el imperio francés: el legendario general Vo Nguyen Giap. No asombra entonces que los nexos diplomáticos bilaterales, abiertos en 1960, comenzaran en una fecha que en Cuba significa lucha: 2 de diciembre.
Los puentes entre tales paradigmas bastan para explicar esa simpatía profunda que marca a las dos naciones y no hace más que crecer. Pero hay mucho —y muchos— más en tal historia.
La amistad con el «pueblo de los anamitas» que el Héroe Nacional cubano había presentado a los niños de América se fortaleció desde el principio de su última guerra. En 1963, cuando el agente naranja estadounidense asolaba los bosques, las pieles y hasta los genes de combatientes y campesinos, nuestra Melba Hernández, tan heroína en ello como en el Moncada, presidió el primer Comité de Solidaridad con Vietnam del Sur que conoció el mundo.
Siempre modesta, Cuba fue en esa época «más vietnamita que nadie» al abrir en la sureña provincia de Tay Ninh, en franca selva, su Embajada, conducida por Raúl Valdés Vivó, el diplomático que en tierra amiga desafió con su presencia tanto a la maleza como a la cercanía del invasor y luego escribió bellas páginas al respecto.
La patria de «El tío Ho» sufrió más de 30 años de agresión extranjera y siempre se irguió rebelde. Antes de vencer a Estados Unidos y reunificar el mapa del país —porque un pueblo verdadero no tiene norte y sur, y es siempre indivisible—, los vietnamitas, que solo en la contienda con Washington perdieron a millones de compatriotas, habían derrotado a Francia y a Japón.
Nada nos distanció. En días de bombardeos, buques nuestros llevaron azúcar al puerto de Haiphon mientras técnicos cubanos construían carreteras, hospitales y granjas avícolas que acercaran el sueño de Ho Chi Minh de que cada día todos los niños de su país pudieran comer un huevo.
Vietnam ha crecido sobremanera. Los nietos de «El tío Ho» comen mucho más que un huevo diario y aun en Cuba conocemos el sabor —aromatizado por la amistad— del gran arroz que produce. Las ciudades encantan y, por sobre la ponzoña de viejas bombas norteamericanas, una parte de la selva se impone a la cicatriz de la guerra. Dicen los economistas que los dos países intercambiamos al año unos 200 millones de dólares, pero nuestros pueblos saben que el abrazo no tiene números.
Lo dijo Fidel, en su visita, el 12 de septiembre de 1973: «No importa que estemos distantes, no importa que allá es de día y aquí es de noche en este minuto. Eso simplemente quiere decir ¡que siempre es de día en el campo de las ideas revolucionarias, que siempre el Sol alumbra a la revolución, en Cuba y en Vietnam!». Antes, más que azúcar, los cubanos habíamos hecho, en su boca, nuestro más grande ofrecimiento: por ellos, hasta «nuestra propia sangre».
Como siempre acostumbra, en Vietnam, Fidel se movió en avión, en automóviles diversos, en balsas… El 15 de septiembre habló con los jóvenes soldados de Quang Tri y, a la vuelta, recogió en el camino a tres niños heridos por una de las tantas bombas que los últimos invasores sembraron en su tierra. Durante horas, unos cubanos desconocidos salvaron la vida a los pequeños. Eran los médicos de Fidel.