Una honda oración de cubanía
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Si contra viento y marea Cuba se inscribió en la geografía del mundo como la Isla de la Libertad, esa emancipación no podía excluir el intenso campo de la religión. Nuestra Constitución, entonces, refrenda la libertad para escoger cómo y en qué creer, o no creer, y establece la igualdad de todas las manifestaciones religiosas
Misas, procesiones, cultos, conciertos, toques de tambor, promesas, peregrinaciones… Es Cuba, mestiza en creencias como en su otra piel, Isla marcada por el sincretismo que Fernando Ortiz definiera —cual un plato criollo cada día degustado más— en una palabra de entrecruzamientos de cielo y tierra: transculturación.
Esto somos, del fruto a la raíz: pueblo pendiente del Dios llegado con los conquistadores y del orisha nunca conquistado del esclavo, devoto de ellos y de otras pautas de pensamiento que en adelante se sumaron al mapa espiritual de la nación. O de ninguna.
La resultante es, junto a una masa creyente más formal, otra de fervor espontáneo y hasta múltiple que a menudo roza la irreverencia y confirma, junto a aquella, el principal acto de fe que pueda concebirse: la creencia en el diálogo con el ser superior.
Si contra viento y marea Cuba se inscribió en la geografía del mundo como la Isla de la Libertad, esa emancipación no podía excluir el intenso campo de la religión. Nuestra Constitución, entonces, refrenda la libertad para escoger cómo y en qué creer, o no creer, y establece la igualdad de todas las manifestaciones religiosas.
Ya en el IV Congreso del Partido se concretó la justa esperanza de admitir a creyentes revolucionarios, y en el VI Raúl llamó a «hermanar en la virtud y en la defensa de nuestra Revolución a todas y a todos los cubanos, creyentes o no…».
Hermanar… ¿acaso habrá verbo más importante para quienes aspiran a defender un país y quienes pretenden sostener una fe? Hermanar fue el argumento con el cual Fidel —ese gran comunista que dio al mundo, por mediación de Frei Betto, 23 horas de reflexión profunda sobre religión— ganó inobjetablemente un cuartel que no pudo tomar, conservó hasta hoy un yate de angustioso desembarco y amansó para siempre la montaraz altura de una Sierra. Con hermanos de disímiles creencias, nuestro guía pudo conseguirlo.
No ha habido en nosotros fe sin lucha. Es testigo la Virgen de la Caridad, cuya imagen fue estandarte de pelea en la manigua. En su Santuario Nacional de El Cobre ella preside cada día una misa a los cubanos y a su vera, en la Capilla de los Milagros, joyas, prendas, documentos, atributos militares, medallas… son ofrendas de fe de un pueblo que, a su vuelta, se lleva de la vieja mina pequeñas piedras cobrizas como aliadas de luz para el futuro.
Entre objetos incontables, está en el Santuario de El Cobre la imagen de la Virgen que Lina Ruz mandó a su hijo Fidel cuando, en la lucha, la vida del líder parecía milagro cotidiano.
Solo un pueblo muy especial puede decir que su pensamiento revolucionario floreció de las Lecciones de Filosofía de un padre que llamó a liberar primero el pensamiento para quitar las cadenas a la patria.
El presbítero Félix Varela, fundador de «la idea patriótica» cubana, fue todo un mambí del pensamiento cuando los otros mambises aun no se habían levantado. Varela nos enseñó que no surgiría espontáneamente una Cuba mejor; conquistarla era tarea de sus hijos y, para hacerlo, disponían de herramientas múltiples: ciencia y conciencia, sapiencia y virtud, ética y obra. Así inspiró los primeros impulsos de emancipación y encabezó en el tiempo una trinidad patriótica integrada además por José de la Luz y Caballero y José Martí —discípulo predilecto de Mendive, quien a su vez fue alumno cercano de De la Luz— en la cual se trenzó un ideario virtuoso que conserva pleno vigor.
De un modo que solo Cuba puede intuir, Varela, el sacerdote que murió en la absoluta pobreza de un cuartico al fondo de la floridana iglesia de San Agustín mandaba, en lo hondo, a los miles de mambises que cargaban en los montes por el derecho a todos los derechos.
Jamás nos faltó fe serena en los ruidos de la lucha. Cintio Vitier, un cubano sensible con creencia y aporte iguales de gigantescos, ubicaba en Varela, José de la Luz y Caballero y José Agustín Caballero «las tres raíces maestras de nuestro cristianismo fundador» y elogiaba que ninguno de ellos admitiera discrepancia entre el culto a Dios y el servicio a la patria.
De ahí, entre otras fuentes, vienen los prodigios, camuflados con un recurso infalible: parecer obra de lo común cotidiano. Eusebio Leal, un sabio contemporáneo que rebosa fe en la Isla y en su gente, no ha dudado en decir que «…el milagro del padre Varela es y tiene que ser Cuba; una Cuba sana y salva; una Cuba renovada y diferente; una Cuba con esperanza, con concordia…».
Es la Cuba que —alumbrados por Varela y por una fe diversa— levantan con sus manos, de a poquitos, infinidad de compatriotas con total humildad, como si no fueran el centro de todo un país. Un milagro, sin dudas.
Las figuras de culto han calado tanto en nuestros hechos mayores que alguna vez las ceremonias a ellas dedicadas fueron tenidas por focos conspirativos. En 1851, el mismo año en que el patriota Joaquín de Agüero se levantaba en armas en Camagüey, las misas dedicadas a la Virgen de la Caridad eran consideradas allí sediciosas, porque pedían la separación de España.
Años después, en el Oriente, cuando las campanas de un ingenio doblaron por nueva fe, Céspedes, que era masón, confeccionó su estandarte, entre otras, con tela del dosel que su esposa tenía en el altar de la virgen. Y en la iglesia bayamesa, el recio caballero de La Demajagua le pidió a la Virgen que bendijera su bandera.
Si hablamos de mujer, en las almas llevamos a Mariana, madre entrañable de la nación, quien guió, crucifijo en alto, «delante de Cristo, que fue el primer hombre liberal que vino al mundo», el juramento de los suyos por la libertad. Su hijo Antonio se haría capitán peleando en El Cobre, en los predios sagrados de la Virgen. Aquella familia fue el más sólido palmar de Cuba.
Hay múltiples enlaces de fe y batalla asentados en la historia de los cubanos. El padre Olallo beatificado en 2008 fue el mismo que en el mayo aciago de 1873 lavó los restos de El Mayor, en franco desafío a España y eterna conquista del corazón del Camagüey.
Otro repaso de grandezas hará ver en Santiago a Frank País, fruto virtuoso de un hogar de recogimiento y oración que, al igual que su hermano Josué, no cesó de entregar hasta entregarse.
Y maestro en la Maestra, el padre Guillermo Sardiñas bautizaba en la Sierra, casaba y asistía el espíritu en zonas de operaciones, ataviado con singular sotana verde olivo —diseñada por Camilo Cienfuegos— cuya solapa fuera un día clareada por la estrella de comandante.
Los hechos de siempre explican los sucesos de ahora. La nutrida acogida a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI —tanto por creyentes como por quienes no lo son o quienes profesan fe diferente— y la afectuosa espera a Francisco parten de la comprensión de que en Cuba los asuntos de la espiritualidad siempre han estado ligados a nuestro historial de acciones.
La obra de bien corre sin pausa en las venas de esta Isla; es cierto, pero la explicación es compleja: está en cada uno de nosotros, los hijos diversos que pusimos nuestra patria en un altar. Cintio Vitier, ese católico fervoroso que nos mostró con su vida por qué hay que venerar a Martí, decía que «nuestra identidad, religiosamente hablando, es de la loma, pero canta en el llano, y vuelve a la loma, y solo se insinúa; es un secreto».
Cintio no optaba por definir, sino por iluminar y ser iluminados. Con la larga luz de los buenos, una vez, comentando lo que somos y aspiramos, el poeta todo fe escribió: «Ese es el proyecto: una luz desconocida». Por ella vamos.